lunes, 16 de mayo de 2011

Dejemos que grite el silencio

Hiram Ruvalcaba / Bajo el Volcán


Hay que estar ciego del espíritu para no ver esta realidad. Hay que estar ciego o vivir en el Limbo.” Con estas palabras, Ermilo Abreu Gómez iniciaba su defensa del movimiento estudiantil de 1968, en un artículo publicado en El Heraldo de México el 23 de julio. Era imposible para él saberlo, pero aquellas rebeliones y cambios que defendía, fueron mutilados en México un par de meses después, el dos de octubre, con la inapelable navaja de los tanques y las balas.

Y es que en México tenemos la mala costumbre de sepultar las manifestaciones legítimas, por des-gracia de algunos funcionarios de fauces sangrantes, de un ejército sediento de bajas civiles y de una minoría de mexicanos que se regocijan en la muerte de sus compatriotas. En México, sólo existe una salida segura contra la represión: guardar silencio. De lo contrario, cada vez que alguien alza la voz, una nube de muerte se levanta sobre el irruptor.

Esa mala costumbre nos ha acompañado desde siempre. Los estudiantes fueron unas de las tantas víctimas, pero están lejos de ser las últimas. Antes, fueron los mineros; después, vinieron los indígenas; y ahora, porque era inevitable, los siguientes heridos somos nosotros, los que callamos ante la desgracia ajena.

Hay que estar ciego del espíritu para no ver nuestra realidad, para no saber que en un país donde el ejército recorre libremente las calles se vive un estado de guerra, donde la muerte es la única seguridad en esta crisis de inseguridad. Hay que vivir en el Limbo para no saberlo…

Por eso, porque ya no queremos ser ciegos, el pasado domingo en Zapotlán, 41 civiles salimos a la calle para dejar que gritara el silencio.

Nos reunimos por la mañana en el Jardín Principal. Vestidos de blanco, con el alma henchida. En el suelo repartimos las pancartas que acompañarían nuestro portentoso mutismo a favor de la paz. “No quiero nada para mí,/sólo anhelo/lo posible imposible:/un mundo sin víctimas.”, “Si la letra con sangre entra entonces el país debe estar leyendo mucho”, “Soy la foto de un desaparecido”, “O caminamos todos hacia la paz o nunca la encontraremos”, “La persona que amas puede desaparecer”… Decenas de mensajes dolientes, sin esperanza y sin desesperación, cubrían el suelo como una alfombra de luz.

Los convocados a la marcha nos acercamos lentamente, con una seguridad atronadora. Aquel día no cambiaríamos la historia de México, todos lo sabíamos. Sin embargo, comprendimos que éramos unas cuantas gotas de la tormenta que ya está iniciando en el país, una tormenta que espera barrer definitivamente la sangre. Nos reunimos 41 personas; es decir, el cabalístico número 40 más uno: el cosmos más uno: quién podía decirnos que éramos pocos.

Incluso los que no fueron convocados se acercaron a nosotros, tomaron su pancarta, y se unieron a la caminata por la paz. La gente salía de los negocios, o se detenía en la calle para leer los mensajes. Algunos asentían, otros comentaban entre ellos que la guerra contra el narco había llegado demasiado lejos. Nadie que nos reprochara nada, porque aquella era la lucha de todos.

Nos reunimos 41. Ese domingo, en La Jornada, se dio la noticia de que el sábado anterior habían muerto 41 mexicanos. No era casualidad tener un marchante por cada muerto, un paso de silencio por cada vida desperdiciada. Era una señal, una señal de que estábamos haciendo lo único que podíamos hacer y que era lo correcto.
Avanzamos en silencio por las calles de Zapotlán.

Cuando íbamos a concluir la marcha, casi de regreso en el jardín, otra procesión se nos adelantó. Danzantes con penachos poderosos, una banda de guerra, una virgen, y un grupo de personas sumergidas en la fe, se pusieron delante de nosotros en un momento tan exacto, que parecía que todos formábamos parte de la misma comitiva. Y me pareció maravilloso ver a aquella gente que, sin saberlo, le daba fuerza a nuestro movimiento, pues había acercado a nosotros algunos grandes símbolos de nuestro país: el marcial, el indígena, y el religioso. Sentí como si México entero se dirigiera al Jardín pidiendo la paz.

Terminamos la marcha en silencio. Una mujer que se refugiaba en los portales empezó a aplaudir. Era un solo aplauso que en medio de nuestra afonía sonaba atronador. Pensé en todas las manifestaciones que ha habido en nuestra historia: en los mineros, en los estudiantes, en los indígenas; pensé en su triste final: la muerte. Y comprendí que esta marcha acumulaba la vida de todos los mexicanos que se perdieron en el sueño por un país mejor.

Comprendí también que ya es tiempo de alcanzar esa gloria que hemos buscado siempre: una patria que nos regrese el amor que le profesamos. Una patria que nos regale la paz que ya merecemos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario