lunes, 12 de mayo de 2014

CUENTO GANADOR DEL PRIMER CONCURSO DE CUENTO DEL CUSUR

El 26 de abril de 2014, el jurado del Primer Concurso de Cuento del CUSur constituido por Rafael Medina, escritor; Carlos López de Alba, escritor y editor; y Fortunato Ruiz escritor y académico,  se reunió para la deliberación de los 29 trabajos recibidos, de lo cual se concluyó el siguiente resultado.

El primer lugar para el cuento titulado “El gobelino” firmado bajo el pseudónimo Julia de la Costra y cuya autoría corresponde a Azucena Rodríguez Anaya, alumna de la Licenciatura en Letras Hispánicas.
Además se acordó entregar menciones honoríficas a los siguientes participantes:

1.      “El mariachi de la trompeta muda”, pseudónimo Liebre de Marzo, de Paulina Velázquez Guzmán de la Licenciatura en Letras Hispánicas.

2.       “El matrimonio”, pseudónimo Paam, de Paola Alejandra Alfaro Montoya de la licenciatura en Periodismo.
3.      “El amor en tus tiempos, culera”, pseudónimo Tuupy, de Alejandro Valdovinos de la carrera de Médico Cirujano y Partero.

4.       “La desembocadura”, pseudónimo Tacha, de Jorge Alejandro von-Düben Padilla del la Licenciatura en Letras Hispánicas



EL GOBELINO
Azucena Rodríguez Anaya


Me dirigí a la entrada de la casa por  la calle Rodríguez Peña, tal como lo indicó Irene. El reloj marcaba justo las cinco, un acorde  de ecos cobrizos se escuchaba a lo lejos y con el comenzó una rebelión en mi estómago, sin remedio no hice más que tocar a la puerta….  Incontables llamadas se acumularon en citas infortunas desde hacía meses, Irene se mostraba siempre dudosa y titubeante a recibirme, pero aquel día  sostuve la suerte sin balbuceos y una nota sobre mi escritorio me dejó perplejo. “Llamó la señorita Irene, presentarse a las cinco de la tarde por la calle Rodríguez Peña, probabilidad de venta”. Era bien sabido por nuestro círculo de amigos que Irene y su hermano tenían diversas antigüedades en la casa, hecho que enriquecía  la posibilidad de aumentar mi extensa colección  de objetos antiguos, el sólo pensar que podía hacerme de uno de los gobelinos tejido por el mismísimo Charles Le Brun,  me volvía ansioso e impaciente.
           
Tras mi colección de antigüedades me complacía tener ejemplares que deleitaban la desmesura de coleccionistas afines al gusto exquisito, un armario Boulle era la última adquisición que me ensoberbecía, entre mi inventario podía contar trescientas veintiún pinturas, trece escritorios con tapa de persiana, seis secreters de maderas finas. Noventa y cuatro sillas desde Luis XV, Morris Chair, hasta Michael Thonet. Y mi colección numismática,  me posicionaba como uno de los más afamados coleccionistas de antigüedades de toda la Argentina, pero sólo tenía tres gobelinos, dos de ellos eran de la serie sobre la india y uno del Quijote. 

            Al llegar a la calle Rodríguez Peña me dispuse a tocar la puerta y acto seguido como en un presentimiento, la figura de Irene salió al descubierto   ̶  Pasa,   me dijo.  El aire a sobriedad en su rostro me recordó los años en que fuimos compañeros su hermano y yo,  los días lejanos en que visité su casa tantas veces con el disimulado empeño de verla a ella, y la indeleble propuesta fallida que le formulé desde aquel entonces, estuvieron a punto de volver mis pasos atrás;  pero la ruindad de acrecentar mi colección evocó el motivo de mi visita en la casa. Vi en sus manos el tejido y su mirada se incrustó en mi cabello   ̶  Estás canoso, repuso. Los años virtuosos se acumularon en mi vientre y el pecho me pulsaba al ritmo de un reloj sin tiempo, comencé a sudar frío.

            Avanzamos por el pasillo intercambiando algunas frases y la casa pretérita, me pareció más antigua que mi propia colección, las sobrecamas eran las mismas, los almohadones de plumas, en los que alguna vez se posaron los deseos de amanecer juntos, eran los mismos, y aquel impávido deseo que anheló ser consumado en días que no llegaron,  en ese instante pareció clarividente. La revocación de tal aspiración no tuvo razones, Irene en simple disimulo las guardó para sí,  ahora ya no cabrían en mis bolsillos.   Nuestros pasos avanzaron sobre los tres dormitorios, al pasar  la biblioteca alcancé a ver la modesta colección de literatura francesa y sobre el escritorio la colección de estampillas del padre de Irene, destelló la monotonía en que ambos hermanos seguían viviendo. Llegamos a la sala y el aire longevo de los muebles me situó en el lugar favorito de la estancia, mi colección de antigüedades. El olor a madera abrió los poros de mis recuerdos, volcándome en la  primera antología de objetos que iniciaron mi creciente voluntad de poseer piezas, a falta de poseerla a ella. Ese día estuvimos Irene y yo casi cercanos. 

            Irene me mostró el gobelino que estaba afable a venderme, la imagen representaba el mausoleo de una dinastía egipcia que conservaba colores dorados, veteados con un color rojo obscuro  ̶ Quiero mostrarte mi colección de pañoletas, ahora vuelvo, me dijo. Y caminó con destino a su recámara, yo ensimismado comencé a valorar el estado del gobelino, saqué mi lupa y me dispuse a examinarlo detenidamente, en efecto se podía ver la firma de Le Brun, dudé en tocarlo y palpitar mis dedos en su textura, a punto estaba  cuando Irene a mis espaldas se aproximó con un cajón lleno de coloridas pañoletas, algunas verdes, otras blancas y solo una de color lila. 

            Me acerqué sutilmente a ella tratando de verlas, la cabeza de Irene se inclinó sobre mi pecho en un acto de ternura, un movimiento anticipado me sorprendió  y en un parpadeo ya tenía la pañoleta lila en mi rostro bordeando mi nariz; tenía un olor a naftalina y una humedad tenue. Sin controlar espasmos telúricos de mis brazos, se soltó la lupa de mis dedos y cayó en la alfombra haciendo un ruido seco, una contorsión en las rodillas me hizo caer al suelo golpeando mi cabeza.


            Desperté en un lóbrego espacio reducido a mí cuerpo, traté de incorporarme y me percaté que estaba limitado a mover únicamente mis manos, la altura de los muros que me rodeaban impedían que alzara los codos, algo húmedo sujetaba mis pies, presentí que estaba en un sarcófago recubierto de algún tipo de alfombra, el gobelino vino a mi mente, palpé con mis manos la textura aterciopelada del tapiz imaginando el color veteado. Algo chorreante y viscoso sentí en la nuca embebiendo mi cabello sobornándome la rigidez de la espalda. 

            Por lapsos indeterminados perdí el sentido cayendo en episodios de sueño, desperté aturdido y sin fuerza en las entrañas, se escapó de mi mente el tiempo, huyó la pericia de mis dedos, el ansia y la impaciencia devoraban mis entrañas.  En retablos lamentables despertaba y dormía, ideas vagas respiraba en un aire que se tornaba claustrofóbico, dormía y el calor de mi respiración me despertaba.
Espacios incrédulos de imaginar a Irene clavándome las agujas del tejido con furia en la garganta enmudecieron mi voz, un dolor inútil e inválido me miraba de frente. Escuché las campanadas a lo lejos, melancólicas esta vez, una brizna emancipada se posó en mis hombros y mi pecho. Tal vez Irene me piense y acuda a verme; con algo de suerte, me ayude a limpiar el gobelino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario