Ricardo Sigala
Para comenzar demos por sentado que Efraím Blanco, autor
de Dios en un volkswagen amarillo, es una especie de mago, que de su chistera salen a borbotones
historias y más historias, que con un desparpajo verdaderamente ejemplar
irrumpe en nuestra limitada visión de mundo y la ilumina, la perturba, la
obliga a reconstruirse.
Efraím Blanco es un
exquisito y transparente verbotraficante, un tratante de historias, un
imaginero especializado en miniaturas.
La
cascada de historias que se derrama entre las páginas de Dios en un
volkswagen amarillo se concentra invariablemente en la indagación del mundo, desde la
fantasía y la imaginación más desaforadas asistimos a una reivindicación
de la realidad, a su crisis de violencia, a la imperturbabilidad en la que nos
gozamos irresponsablemente: un niño le destroza el cráneo a su padre para que
aprenda a no mentir; un diablo que aparece muerto en el jardín de la casa; un
conejo que, en el cierre del número de magia, rabioso y veloz, devora a los
niños de un solo bocado; un payaso alcohólico y sin chiste que debe morir; un
mimo que en verdad es mudo.
El mundo
de la especulación, de la metafísica, encuentra también sus resquicios en las
páginas del libro. Constatamos cómo tras el triunfo de mal, con la cola entre
las patas, Dios aborda un volkswagen amarillo, sin saber qué hacer con el
mundo, una de esas mierdas que tanto trabajo le costó terminar de hacer. Y en
oposición al fracaso de Dios vienen los a su imagen y semejanza, por ejemplo:
un hombre comienza por perder la fe y termina convirtiéndose en un Dios infeliz
e insatisfecho que no comprende la credulidad de sus seguidores, o el pobre
hombre que carga con la irredenta culpa de haber creado el universo.
Otra
beta de Efraim Blanco tiene que ver con el inevitable, el siempre triste tema
del amor: vemos al infeliz celópata que no soporta al ya muerto exnovio de su
mujer; al que descubre que todos miraban a Diana con morbo; al portero que, en once segundos ve caer su mundo: un corazón con iniciales en un
poste de su portería le revela infidelidad de su esposa con el masajista del
equipo, aunque el marcador permanece 0 a 0, evidentemente le han metido un gol.
Y es que, asevera el protagonista de “Un payaso debe morir”: no hay nada peor a
que te abandonen por un payaso alcohólico, sin chiste, y quedarte solo en un
departamento sin luz.
Un
catálogo de seres diversos desfilan por las páginas del libro y complementan el
mundo imaginario de Blanco: La pareja a
la que inexplicablemente la nace una sirena, extraterrestres, un minotauro
liberado de un libro, ángeles, demonios, más ángeles, hombresillos, fantasías
sexuales, diminutos y prehistóricos humanoides, lavabos tristes, lectores que
desaparecen, un escritor asesinado por su propia obra que no soporta vivir bajo
la tutela de tan mal escritor.
No puedo
dejar pasar por alto el tema de la música, y no sólo me refiero a la música
verbal que caracteriza a esta prosa, sino a la música como elemento anecdótico.
Bastaría citar el cuento en que John Lenon se sueña anciano y revisando su
cuenta de twitter, su último sueño, pues
al despertar otra vez joven, un hombre le pide un autógrafo y lo manda a
dormir. Sin embargo la música cumple
también un papel fundamental como telón de fondo: a lo lejos se escucha desde a
Tom Waits, los Doors y Radiohead, hasta
la balada italiana Sará perché ti
amo, y el mismísimo “Loco” Valdés (A un brujo que es doctor mi amor le
fui a llorar). Hay frecuentes aciertos verbales como, “el blues de la calle
de enfrente”, “la música de tantos malditos herejes rindiéndole pleitesía a un
fantoche como yo”, enunciado por un neodios.
Asisten
a la estética de Blanco una maraña de antecedentes, basta ciar las fábulas
morales de Monterroso, los experimentos irónicos de Juan José Arreola, los
ángeles que recuerdan a García Márquez, los objeto animados de Palinuro de
México, ciertas evocaciones de Etgar Keret, así imaginerías de Chimal y
Samperio, el Borges de los espejos y la teoría de los ciclos, Cortázar
obviamente.
Tres
veces aparece el volkswagen amarillo en el libro: una conducido por un payaso
alcohólico, sin chiste y roba esposas, otra cuando atropella a una gatita
llamada Ana, finalmente cuando con la cola entre patas lo aborda Dios rumbo al
Sur como si presagiara con un ruidoso advenimiento su presencia.
Dios en
Volkswagen amarillo de Efraím Blanco ganó el Premio Nacional de Cuento Juan
José Arreola en 2012
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