miércoles, 11 de agosto de 2010

Las fronteras en la lectura

Hiram Ruvalcaba




“El pensamiento de Aristóteles y la significación
humana de Hamlet vuelven a nacer, recreados por el lector,
si éste entiende de veras su lectura.”
Pedro Laín Entralgo



Yo leo, tú lees, él lee, ella lee: nosotros leemos. La mejor cualidad de la lectura es esta universalidad: abre los brazos a todos los hombres y les permite escuchar las voces del pasado, si ellos lo desean. El lector —sobre todo el que lee literatura— adquiere para sí la experiencia de otras vidas que se han perdido en los laberintos del tiempo, y con ésta el poder de sublevarse contra las iniquidades del universo. El poder de los lectores, dice Alberto Manguel, “es universalmente temido, porque se sabe que la lectura puede, en el mejor de los casos, convertir a dóciles ciudadanos en seres racionales, capaces de oponerse a la injusticia, a la miseria, al abuso de quienes nos gobiernan”. Por eso es terrible que, en nuestros días, leer literatura haya perdido su cualidad de prodigio y haya pasado a considerarse —por el común de la gente— como una actividad pedante y aparatosa. Para los lectores, la denuncia de estos ataques es necesaria y, más aún, obligatoria.

La verdad es que aún no nos queda claro a qué nos remite el acto de leer pues, cuando se trata de textos literarios, tiene un carácter multifacético, casi inasible. El 23 de abril de 1952, en el marco de la Fiesta Nacional del Libro Español, Pedro Laín Entralgo leyó sus “Notas para una teoría de la lectura” en la Real Academia de Medicina de Madrid. Durante aquel encuentro se planteó este difícil cuestionamiento: ¿qué es la lectura y en qué consiste el acto de leer? Debido a su confesado “linaje profesoral”, Laín Entralgo adujo primero a la definición encontrada en el diccionario —que retomaremos más abajo—; pero dio después un significado propio, que es particularmente interesante pues introduce a los dos cómplices que hacen posible el acto, cito: “Es, pues, la lectura —al menos cuando logra su pleno acabamiento— un silencioso coloquio del lector con el autor de lo leído”. La anterior frase se suma de manera magistral con otra de Roman Ingarden —autor que intentó explicar el elevado arte de la comprensión de los textos literarios— para explicar la naturaleza artística de la literatura: “la obra de arte [de cualquier clase] requiere un agente existente fuera de ella, es decir un observador […] que la haga concreta”, este observador no es otro sino el lector.


La primera definición del verbo “leer” que da el Diccionario de la Real Academia Española —y que no varía en mucho con aquella dada por Laín Entralgo— es la siguiente: “Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”. En este momento, se indica ya que la lectura involucra la comprensión de lo leído: sin dicha comprensión no podemos decir que realmente estamos leyendo. Cuando se habla de literatura, cuando uno especifica que se trata de un texto que favorece la relación entre el mundo real y el mundo de las ideas, este acto de comprensión se vuelve algo mágico, y la fuerza de la palabra taladra nuestros espíritus.


Difícilmente podemos explicar de dónde viene el contacto místico que un lector tiene con su libro. Porque, ¿cómo saber la forma en que se lleva a cabo ese diálogo intenso entre el lector de las epopeyas homéricas con el ciego rapsoda que murió hace más de dos milenios? O ¿cómo sabemos cuándo aquel personaje de cierta novela se ha vuelto nuestro amigo, nuestro confidente, nuestro contacto con una realidad alterna y maravillante? La lectura de un texto literario es quizás uno de los acercamientos más contundentes que el hombre tiene con la divinidad, y por eso la palabra escrita ha sido tan respetada por los místicos en varias épocas —habría que pensar en la Cábala, que buscaba explicar la creación del mundo por medio de un lenguaje de signos; en el Corán, libro que es un atributo del dios musulmán, como su omnisciencia; o en la Biblia, cuya palabra desvela los misterios que el dios católico ha impuesto sobre sus hijos.


El acto de leer es, por sí mismo, un don tan importante como el fuego de Prometeo, “la lectura crea y nos recrea”, dice Laín Entralgo. Por eso, en esta época en que leer literatura se ve como un acto de onanismo intelectual, es necesario retomar las visiones de los filósofos que intentaron descifrar el misterio poético, y blandirlas en defensa de los lectores, para dejar en claro qué es el acto de leer, qué milagros metafísicos se manifiestan en los libros cada vez que unos ojos inquietos se detienen a contemplar el enigma de las palabras. La lectura es una de las mayores revelaciones de la belleza y su mayor prodigio es ser universal, pues rompe cualquier frontera que haya entre las personas: yo leo, tú lees, él lee, ella lee: nosotros leemos, y eso nos hace cercanos, aunque nunca lleguemos a encontrarnos.

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