miércoles, 27 de abril de 2011

Dzoara

Salvador Manzano Anaya


Conocí a Dzoara cuando terminaba sus estudios de periodismo en la universidad, era una chica desbordante de sonrisas y entusiasmo, aunque tenía esa hermosa mirada triste, con la que me derritió. Me atraían sus hermosas piernas y su moderna manera de vestir.

A Dzoara le atraía mi madurez emocional y el carisma con el que me desempeño en la vida, a mi su espontaneidad y su juventud, adoré su derriere e idolatré su escote.

Otoño y  primavera dejaron entonces de ser estaciones opuestas.
Dzoara y yo salimos un tiempo y descubrimos muchas afinidades que garantizaban nuestra felicidad.

Me casé con ella e hicimos toda una vida con entusiasmado compañerismo, compartíamos todo, teníamos una bastedad de actividades mutuas.

Salvo un leve momento de nuestras vidas en que ella me pedía un poco de independencia y privacidad. Dzoara salía eventualmente con sus amistades y yo me reunía con los personajes de mis libros, la esperaba en casa con un coñac, escuchando música de los Village People o de Chicago o me entretenía arreglando el jardín de la casa.

Dzoara me dio dos hijos, que estudiaron y con el tiempo y sus títulos universitarios se fueron de casa, ellos buscaron sus propias Dzoaras e hicieron sus vidas.

Dzoara me cuidó en la enfermedad, me atendió con dedicación, aunque en esos momentos de su privacidad ella me hizo falta; sin embargo siempre le respeté eso, incluso en mis últimos días.

Llego el día que caducó la sentencia del sacerdote: “Hasta que la muerte los separe” y la muerte nos separó. Deje de vivir.

Dzoara vestida de negro luce hermosa, su escote sigue siendo atractivo, miro su derriere cuando toma su asiento, viste muy elegante para la ocasión.

Al final de la ceremonia de mi entierro se quita el guante con delicadeza, toma un poco de tierra y la arroja en mi ataúd.

--Escuché un adiós amado mío muy falso-- es la primera vez que noto esa insinceridad, aún cubierto su rostro percibo que no es de dolor lo que hay en él… ¡es alegría!

Dzoara recibe las condolencias de las personas con fingida teatralidad, se despide del lugar con apremio, afuera del cementerio la espera un auto negro, dentro se ve un joven apuesto que la recibe entre sus brazos y se dirigen con premura a donde les aguarda una espumeante copa de champán.

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