lunes, 10 de septiembre de 2012

Ser o no ser: la lectura lo descubrirá

Fernando G. Castolo

En el último año del siglo XIX nace en la Argentina uno de los máximos exponentes de las letras hispánicas de todos los tiempos: Jorge Luis Borges; el más misterioso de los escritores lationamericanos; excelente prosista y gran ensayista. Su pulcra escritura lo posiciona en un escalón escasamente concurrido, peldaño al que acceden muy pocos.
 
No deseo ser un intransigente, con aires de pedantería, al referir que uno de los más involuntarios escritores que inspiran mi escasa lectura es un coterráneo al que admiro y respeto profundamente (casi ignorado y desapercibido… algunos lo sacrifican sin misericordia): Vicente Preciado Zacarías, así, sin adjetivos académicos, que lo único que hacen es minimizar la verdadera dimensión de su altura.
En uno de sus ensayos que leí alguna vez se enfoca al “ensimismamiento”, al que define magistralmente como: “… un recurso, una maniobra del alma y del espíritu humanos para aislarse por unos minutos o algunos días y en la íntima soledad personal: meditar, profundizar, cavilar, pensar, filosofar con el yo interno…” Ese ejercicio, a veces tan absurdo pero que conviene y le viene muy bien al cotidiano ajetreo de nuestras desordenadas vidas, es difícil practicarlo, porque hasta para ello se requiere de cierta “cultura”; y es una suerte contar con ella por la hospitalidad que ofrece para rescatar ideas y pensamientos; es una suerte de amistoso escepticismo… lo que finalmente consiste en no suponer que uno ya sabe con certidumbre las cosas… no todas, claro.
Repito, que soy pésimo lector. O más bien soy un lector de pocos libros (y no tan buenos, obvio). Más bien me he limitado y redimido a la relectura. Es decir, he releído mucho lo poco que he leído.
Pero, a propósito de un capítulo, hoy casi olvidado por no ser tema de moda, ocurrido dentro del ámbito de las letras; dentro de la filología y la teología… La catarsis que llegó a causar, con gran estupor, entre varios de los llamados conservadores, el “descubrimiento” (así, entrecomillado) de un nuevo evangelio, el de Judas Iscariote; que nos llegó como una ráfaga, despertando más que la curiosidad científica un morbo irrespetuoso e irresponsable, sobre todo por tratarse de un documento que desmitificaba la única verdad que hasta la fecha era creíble, según la versión de la oficial institución religiosa que en su seno se mantenía y se mantienen las bases culturales de gran parte de la creyente sociedad occidental.
Sin embargo, esto no es nada nuevo. No, claro que no. Mi escasa lectura me ha privado de maravillosos textos. Por ejemplo, los de Jorge Luis Borges. Por conseja de alguien cercano me di a la tarea de remitirme a uno de los textos del ensayista argentino. En 1944 sale a la luz pública un pequeño libro de bolsillo intitulado Artificios, donde Borges nos obsequia un ¿cuento?, que más bien yo, en mi humilde concepción, lo catalogo como un breve ensayo (no trato de adjudicarme un término que es característico del más borgiano de los escritores zapotlenses): Tres versiones de Judas.
En este texto Borges pone al descubierto una de las más prominentes aportaciones sobre el que fuera polémico tema. En 1904 aparece la primera edición de Kristus och Judas de Nils Runeberg. Y pareciera que el novedoso documento evangélico en realidad no lo era. Quizá la Iglesia Católica reprimió en demasía, y lo hace con otros textos inéditos aún, el conocimiento y la difusión de los mismos por no convenir así a los intereses de sus preceptos. En ese sentido ha habido cierta inteligencia. Pero queda de manifiesto, una vez más, lo que un solo documento puede hacer: cambiar toda la concepción de un argumento que ya se creía establecido; lo que pone en tela de juicio la veracidad de las enseñanzas evangélicas sobre Cristo Jesús, vertidas dentro de la Biblia.

“La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de Judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y a ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aún más la Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de Judas”.
 Después de presentar este texto de Borges, es necesario puntualizar, como él mismo lo dejó asentado, que no es cierto que cuando se escribe es porque se tiene algo que decir. Las tareas literarias nos son así; se presenta una especie de forma que uno ve de lejos y luego esa forma es un soneto, un poema, un cuento. Uno no empieza por tener algo que decir en el sentido de tener una opinión que comunicar. La tarea literaria no es escribir fábulas o difundir opiniones. Aunque se tengan opiniones personales sobre los temas que se abordan. Eso no sería muy ético, que digamos. De ahí que lo único que hace Borges es subrayar un autor y un texto que le antecedieron, atendiendo que el tema le es sugestivo por la polémica temática que aborda. Pero no con el objetivo del señalado morbo, sino con la lucidez científica de ejercitar a la reflexión. No de reinventar, sino de escribir y de rescatar lo ya inventado.
Sin embargo, Borges, temeroso de espejos (“que reflejan vanidad; por eso alarman”), sensible inventor de gente y de ciudades, mágico alquimista en el que conviven lo cotidiano y lo fantástico, erudito autor de una gran obra, consideraba la lectura “actividad más resignada, más civil, más intelectual que escribir”.
Cada cual se fascina de diversas formas y en textos tan absurdos logran descollar su pasión y su imaginación en torno a un título y a su respectivo autor; aunque este último pase a un segundo término o, simplemente, no importe. Borges perdió la vista en 1955 y, aún así, no se privó de continuar con esta mesurada pasión por la lectura. Cada cual se adapta a sus necesidades. El ser humano es así de grande gracias a la generosidad del otro Ser, el Omnipotente.
Jorge Luis Borges, confesaba con profundo respeto la revelación que le causaba la prodigiosa actividad literaria de los escritores mexicanos. Por ello, nunca se perdonó el hecho de haber fallado, por ética, a su propia gestión, la que no logró culminar, en beneficio del más admirado de sus escritores, el mexicano Alfonso Reyes. Aún en vida de don Alfonso Reyes inició un movimiento para que le concediesen el Nobel (en 1945, mismo año en que se hizo acreedor al Premio Nacional en Letras). Nunca le comunicó su gran fracaso. Borges consideraba a Reyes como el escritor que renovó la fuerza castellana. Y, a pesar de su avanzada edad, confesaba que de no ser el resignado Borges le hubiese gustado haber sido Alfonso Reyes.
Por cierto, Alfonso Reyes Ochoa, tiene antecedentes sanguíneos en Ciudad Guzmán, o llámese Zapotlán el Grande, según él mismo lo relata en su pequeña obra titulada Parentalia, cuya primera edición se publicó en la colección “Los Presentes”, en 1945, bajo la supervisión del propio Juan José Arreola. Parentalia, de Alfonso Reyes, es dedicado a la memoria de su madre, doña Aurelia Ochoa de Reyes.
 “Mi hermano Bernardo me hablaba de un Ochoa, Marqués de la Huerta (dudoso título que no encuentro en las autoridades), quien, instalado en Zapotlán, de Jalisco, se unió a las armas de Hidalgo y dio libertad a sus esclavos, los cuales resolvieron en adelante tomar el nombre de Ochoa; y me decía que de él procede mi abuelo materno, Apolonio… La familia Ochoa, muy difundida en el sur de Jalisco y en Colima, nunca creo haya tenido título nobiliario en Nueva España ni en Castilla. Los Ochoa de por acá fueron y son dueños de haciendas y ranchos en las municipalidades de Tamazula, Tecalitlán, Tuxpan, Purificación y Ciudad Guzmán o Zapotlán… Pero ¿de dónde proceden los Ochoas de Zapotlán el Grande? Seguramente que de José Justo de Ochoa Garibay y Jiménez, que se estableció en dicha población y, después de la Independencia, abrevió su apellido en Ochoa”.
 Alfonso Reyes, nace en Monterrey en 1889. Su padre, el Gral. Bernardo Reyes, fue gobernador de Nuevo León y asesinado frente al Palacio Nacional en 1913. Con Cuestiones estéticas (1911), Reyes se inicia en el difícil campo de las letras, tarea que le apasionó desde muy temprana edad; y, esta actividad, sin duda, la pudo llevar a cabo gracias a su excelente posición social, donde estuvo al alcance de lo más rimbombante de la cultura de su tiempo. Por muchos años, Alfonso Reyes, se desempeñó dentro de la diplomacia, la que aprovechó para elevar y perfeccionar su pasión por la lectura y la escritura.
Hacia el año de 1915, ya casado y estando de servicio diplomático en España, escribe la obra que le consagró como uno de los mejores prosistas de la lengua española: Visión de Anáhuac. La relación que llega a tener con Jorge Luis Borges, fue durante su estadía en Argentina, desempeñándose dentro del servicio diplomático (de 1927 a 1930), donde colabora en la producción de los folletos llamados “Cuadernos de Plata”. Estos fueron: El pez y la manzana, de Molinari; Papeles de recién venido, de Macedonio Fernández; Cuadernos de San Martín, de Jorge Luis Borges; Línea, de Gilberto Owen; Seis relatos, de Ricardo Güiraldes, con un poema de Reyes. Además, el propio Alfonso Reyes, publica Fuga de navidad, con ilustraciones de Norah Borges. Por cierto, esta última, fue una importante y reconocida novelista, además de haber incursionado en la pintura, nacida en Buenos Aires en 1903…
Reconocer que la lectura ilustra y otorga identidad es lo que mueve y conmueve el interés por una de las bellas artes más ricas y orgullosas de la historia de la humanidad: el verbo que convierte en relato; éste en texto y, finalmente, en libro… tesoro incalculable del conocimiento. Leer un libro es saberse valiente, porque no cualquiera se atreve a hacerlo… aunque mi humilde condición me limite solamente a la relectura.

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