Columna Cerebral
Zeydel Bernal
Escuchar que se extraña a
alguien –tras su desaparición-, y atestiguar homenajes y testimonios de dolor
por su ausencia; era incomprensible para mí cuando sabía mucho menos de la vida
y de los múltiples significantes -objetivos y subjetivos- que puede tener una
palabra. En esos años me preguntaba por qué los tristes, los melancólicos, no
tomaban sus cosas y buscaban pueblo por ciudad, ciudad por país y por cada
mundo; hasta encontrarlo y traerlo a casa. Por qué hacían tan poco por alguien
tan amado.
Pero a mi lógica infantil –tan
simple y concreta- se le escapaba el entendimiento de las implicaciones
de lo “abstracto”. Y es que desaparecer puede ser más que jugar a esconderse,
más que tomar una maleta y dejar la casa. De qué forma podría una persona
desvanecerse y volver; si no es por el pensamiento mágico, la magia misma, o la
esperanza de ser localizada -tras un extravío- por la fuerza de la fe, como un
milagro.
Desaparecer es irse, perder el
traje de buzo con el cual nos revelamos al otro que es el mundo. Y morir es
duro. Las formas de partir son tan insospechadas como pueden ser los
significantes de las palabras que a diario pronunciamos. En nuestro país,
México, el dolor de la desaparición, también es una llave abierta dentro de la
casa, mientras el viaje de una familia incompleta continua; así: heridos y con
la dificultad de cerrar la llaga, sobre todo si no existe un cuerpo, una
historia que completar, que ayude a pronunciar la muerte de ese que
verdaderamente amamos.
Y sin saber cómo volver a los que
ya no están –vivos o muertos-, emberrinchados en nuestra fragilidad, y
vulnerables como niños; jugamos a recordar y volver una y otra vez a ese tiempo
-que tampoco existe ya- en que ciegos fuimos felices con lo ausente en
hoy.
¿Cuál es la magia oculta que
llevamos dentro? ¿Cuándo por fin, se nos revelará a tiempo?
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