"Yo
quisiera ser un ave, yo quisiera ser el sol…”
Ámpersan
Una necesidad
fisiológica lo detiene, baja con prisa de la patrulla, corre tras unos bejucos.
Descarga todo el líquido de su vejiga sobre el agua verdosa. ¡Ah… esas chelas! me hacen mear un chingo.
Bosteza. Apenas un pericazo pa´
despertar. Se reincorpora. Se da cuenta de que se escucha un hermoso canto,
no muy lejos.
Está
sentada en el viejo malecón, sus pies descalzos chapalean sobre el agua, hace
un dibujo a lápiz y canta con voz de viento.
La
mira un momento. ¡Vaya vaya vaya... qué
tenemos aquí! Ella se da cuenta de su presencia. Se mete en sus sandalias,
recoge sus cosas y se dispone a irse. Él, la agarra fuerte del brazo.
–A
dónde vas con tanta prisa. ¿Eh? ¿Qué no respetas la ley? Te voy a tener que
revisar…
La
toca, le aprieta los pechos, las nalgas, la entrepierna; le levanta el vestido.
Ella se zafa de sus garras y corre con todas sus fuerzas. Pronto la alcanza de
una zancadilla y la hace caer al suelo, la toma del pelo, la levanta.
–
¿A dónde crees que vas? ¿Qué no respetas la ley? ¿Eh? ¡Responde!
La
abofetea.
–Tendré
que interrogarte.
Le
esposa las manos.
–Vamos
a dar un paseo.
Llora
helada.
Lucha por escapar. Maneja
a toda velocidad, de inmediato llega a una brecha donde no hay un alma. Se
detiene. Hace dos líneas en el tablero, inhala potente con una fosa, luego con
la otra. Lo que necesitaba.
–Cómo
te llamas, qué hacías en el malecón, por qué corriste, ¡habla!
Sale,
respira profundo el aire fresco. La baja de la patrulla con algunas bofetadas,
la tira al suelo.
–Yo
te voy hacer hablar. O dejo de llamarme Francisco López.
La
dobla de una patada en las costillas. Le desgarra el vestido de un zarpazo, las
bragas de otro. Otra patada. Se desabrocha el pantalón. Se monta sobre ella. La
abofetea otra vez. Forcejea aterrada, escupe sangre. La embiste profundo. Grita
desgarrada, llora ríos. Él se impulsa fuertemente.
–
¿Te gusta? Sí, te gusta ¿verdad? ¿Ahora vas a hablar? ¿Eh? ¿No vas a hablar, perra?
Le
suelta algunos puñetazos. Le pellizca los pechos, los muerde. No para de gritar
y retorcerse. Se sale de ella, agitado, la patea nuevamente, la voltea en
decúbito prono, la vuelve a montar.
–
¿No quieres hablar? Pues te voy a partir en dos.
La
embiste desgarrándola otra vez. Ella grita sin voz, llora sin lágrimas. La toma
de los cabellos, tira de ellos.
–Te
gusta ¿verdad? Dímelo, ¡habla maldita! ¡Habla!
Azota
su cara contra el suelo repetidamente, a la vez que se impulsa fuerte, hasta llegar
al clímax.
Enciende
un cigarro. Ella, inmóvil, ya no grita, ni llora; seca, marchita, roja.
–Tal
vez quieras refrescarte un poco en el lago…
(III)
El comandante conduce
de regreso por el camino, hasta que una necesidad fisiológica lo hace
detenerse. Baja de la patrulla presuroso, corre tras unos bejucos, vacía todo
el líquido de su vejiga en el agua del lago. ¡Ah esas chelas…! Se sacude. ¡Qué
buena estaba la muchacha! lástima… Escucha un hermoso canto muy cerca de
allí, el mismo que escuchó por la mañana. Qué
suerte la mía.
En
el viejo malecón un ave canta con voz de viento. Al notar la presencia del
comandante vuela despavorida, libre.
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