martes, 31 de marzo de 2015

Como convertirse en escritor

Por Lorrie Moore
Trad. César Anguiano.


Para todos los jóvenes y no tan jóvenes
de Ciudad Guzmán que sueñan con convertirse en escritores
y trabajan en ello. Sobre todo, para los integrantes
del taller literario de Ricardo Sigala.


Primero intenta ser otra cosa, no importa qué. Una estrella de cine-astronauta, una estrella de cine-comando especial, una estrella de cine-profesor de kínder. Presidente del mundo. Fracasa miserablemente. Es mejor si lo haces a temprana edad, digamos a los catorce. Fracasa pronto pues el desencanto crítico es necesario; así a los quince podrás escribir largas secuencias Haikou sobre el deseo no realizado, sobre un estanque, un árbol de cerezo en flor, el viento que viene de la montaña y despeina las alas de los gorriones. Cuenta sílabas. Muéstrale lo escrito a mamá. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que quizá le es infiel. Usa ropa oscura porque cree que sobre ésta se notan menos las manchas. Echará una rápida ojeada a tu escrito y después levantará el rostro y te mirará con una cara vacía como el hueco de una dona. Seguramente te dirá: ¿Qué opinas de sacar los trastes de la maquina lava-vajillas? Desvía la mirada. Pon los cubiertos en el cajón. Accidentalmente rompe uno de los vasos cortesía de alguna gasolinera. Esto es parte del dolor y sufrimiento necesarios. Aunque esto es sólo el inicio y les sucede únicamente a los principiantes.



En tu clase de inglés, en la preparatoria, mira el rostro de Mr. Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe una composición sobre los rábanos. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta sílabas: nueve, diez, once, trece. Anímate con un relato. Con él no tendrás que contar sílabas. Escribe un cuento sobre un hombre viejo y una mujer que accidentalmente se disparan uno al otro a la cabeza como resultado de una inexplicable falla de la pistola, la cual, una noche, aparece de manera misteriosa en la sala. Entrégalo a Mr. Killiam como trabajo de fin de curso. Cuando lo tengas de regreso, él habrá escrito sobre éste. “Algunas de tus imágenes son muy bonitas, pero no tienes sentido de la trama”. Cuando estés en casa, en la privacidad de tu propio cuarto, tímidamente rayonea con lápiz, bajo sus comentarios en tinta negra: “Las tramas son para gente muerta con cara de rábano”.
Toma todos los trabajos de  niñera que puedas obtener.  Eres genial con los  niños. Te aman. Les contarás historias sobre gente vieja que muere muertes idiotas. Cántales canciones como “Azules campanas de Escocia”, les encantarán. Y cuando estén en piyama y hayan parado finalmente de molestarse uno al otro, cuando estén bien dormidos, lee todos manuales de sexo que encuentres en casa, y pregúntate como puede existir una persona que haga tales con alguien que verdaderamente ama. Quédate dormida sobre una silla leyendo la revista Playboy de Mr. McMurphy. Cuando los dueños de la casa regresen te tocarán el hombro para despertarte y mirarán la revista en tu regazo con un gesto extraño. Querrás morirte. Te preguntarán si Tracey quiso tomar su medicina. Explicarás que sí, que la tomó, que le prometiste un cuento si se la tomaba como hacen las niñas grandes y que había funcionado. “Estupendo. 
Estupendo”, exclamarán ellos.
Trata de sonreír con orgullo.
Solicita el ingreso a la universidad, en la carrera de psicología infantil.  

Como estudiante de esa disciplina tienes algunas opciones. Siempre te han gustado los pájaros. Así que te inscribes a algo llamado “Viaje de campo ornitológico”. Se reúnen los martes y los jueves a las dos. Cuando llegas al aula 134, el primer día de clases, encuentras a quienes serán tus compañeros sentados alrededor de la mesa del seminario hablando de metáforas. Tú crees saber algo de eso. Pero después de un corto y vergonzoso momento, levantas tu mano y dices con timidez: “Disculpen, ¿esto no es una reunión de observadores de aves?”. Los integrantes de la clase se quedan inmóviles, luego todos girarán a mirarte. Te parecerá que forman un único rostro gigante y vacío como un reloj destrozado. “No -dice alguien con una barba despeinada-, esto es un taller de escritura creativa”. Tú dices: “Ah, bien”, como si ya lo hubieras sabido. Miras la boleta de inscripción. Te preguntas cómo diablos terminaste ahí. La computadora, aparentemente, cometió un error. Comienzas a ponerte de pie para salir y te detienes. Las filas para hacer trámites y cambios son enormes esa semana. Quizás puedas aprender algo de este error. Quizás tu manera de escribir no es tan mala. Quizás es el destino. Quizás esto es lo que tu padre quiere dar a entender cuando dice: “Ésta es la era de las computadoras, Francie. Ésta es la era de las computadoras”.

Convéncete de que la vida en la universidad te gusta. En tu dormitorio te reúnes con mucha gente agradable. Alguna es más inteligente que tú. Y otros, descubres, más tontos. Por desgracia, el resto de tu vida continuarás viendo el mundo en exactamente los mismos términos.

Una semana, el ejercicio de escritura creativa es narrar un suceso violento. Retomas una vieja historia sobre conducir con tu tío Gordon y otra sobre dos ancianos que se electrocutan accidentalmente cuando van a encender una lámpara de escritorio en mal estado. El maestro te regresará el trabajo con los siguientes comentarios: “Gran parte de tu escrito es terso y enérgico. Pero tienes una noción absurda de la trama”. Escribe otra historia sobre una mujer y un hombre que, en el primer párrafo, aparecen con la parte inferior del torso destrozada por una explosión accidental de dinamita. Y en el segundo, con el dinero del seguro, compran juntos un puesto de helados de yogurt. Hay seis párrafos más y los lees completos en la clase en voz alta. No le gustan a nadie. Dicen que tu sentido de la trama es incompetente y escandaloso.  
Piensas que deberías intentarlo con comedias. Comienzas saliendo con alguien divertido, con alguien que tiene lo que en la preparatoria llamabas “gran y verdadero sentido del humor” y lo que ahora tu clase de escritura creativa llama “autosatisfacción elevándose hasta su forma cómica”. Pon por escrito todas sus bromas, pero no le cuentes lo que estás haciendo. Haz anagramas con el nombre de su antigua novia, y nombra con ellos a todos tus personajes socialmente discapacitados. Cuéntale que su novia está en todas tus historias, y observa cuánto parece divertirse, cuán grande y verdadero es su sentido del humor.

Tu consejero en la carrera de Psicología infantil, te dice que estás descuidando los cursos. Que te graduarás en aquello que inviertas más tiempo. Contestas que sí, que entiendes.

Durante los siguientes dos años, en los seminarios de escritura creativa, todos continúan fumando cigarrillos y preguntando las mismas cosas: “¿Funcionará esto? ¿Por qué deberíamos preocuparnos por este personaje? ¿Te has dado cuenta ya de este cliché?” Todo eso que parece ser importante.

Un día, cuando te llega el turno de compartir tus escritos, miras a tus compañeros con cierta ilusión mientras éstos intentan descubrir una trama en tus hojas mimeografiadas. Luego alzan la cabeza y te miran aburrida, fijamente; aunque algunos te sonríen, en cierto modo de manera dulce.  

Pasas mucho tiempo encorvada, desmoralizada. Tu novio sugiere un paseo en bicicleta. Tu compañera de cuarto sugiere otro novio. Te advierten que es auto mutilante y hace perder peso, pero continúas escribiendo. Lo único que te hace feliz es escribir algo nuevo en medio de la noche -las axilas húmedas, el corazón latiendo con fuerza-, algo que nadie ha visto todavía. Lo único que tienes son esos breves, frágiles, novedosos instantes de euforia en que sabes que eres un genio. Y entiendes lo que tienes que hacer: cambiar de carrera. Los niños de la guardería donde practicas se decepcionarán, pero tú tienes un llamado, uno urgente, una idea delirante, una desafortunada costumbre. Eres parte ya de la multitud de los locos.    

¿Por qué escribir? ¿De dónde viene la escritura? Esas son preguntas para ti mismo. Es como preguntar que por qué existe la guerra, o si  hay un dios, o que por qué mi hermano es ahora un lisiado. Son preguntas que tendrás siempre en tu cartera, como plumas a las que se les corre la tinta, como lápices labiales sin usar. Son preguntas, lo dice tu maestro de escritura creativa, buenas para anotar en tus diarios, aunque no lo suficiente para hacer ficción.

Tu profesor de escritura, ese otoño, insiste en el poder de la imaginación. Lo cual significa que no desea extensas historias descriptivas sobre tu viaje de campamento el último verano. Él quiere que inicies en un contexto realista pero luego lo alteres. Algo así como a volver a combinar el ADN. Él quiere que dejes navegar tu imaginación, que ésta hinche sus velas al viento.
Cuéntale a tu compañera de cuarto tu gran idea, tu gran ejercicio de poder imaginativo: una adaptación de Melville a la vida contemporánea. Dile que será algo sobre la monomanía, sobre el mundo de las aseguradoras en Rochester, Nueva York, donde el pez grande se come al chico; que la primera línea será “Llámame comida de pescado”, que todo se retratará a un marido menopáusico y suburbano llamado Richard, quien por estar todo el tiempo deprimido será llamado “Dick, el sombrío” por su ingeniosa mujer Elaine. Di a tu compañera de cuarto: “Dick el sombrío, ¿lo captas?”. Tu compañera de cuarto se te acercará como una amiga, pondrá su brazo sobre tus hombros cansados: “Escucha, Francie”, te dirá y continuará con un lento discurso terapéutico. “Salgamos por una cerveza”, concluirá, cuando ya no encuentre más nada qué decir.

En el seminario tampoco gusta tu idea. Sospechas que comienzan a tenerte lástima. Te dicen: debes pensar en lo que está sucediendo, ¿dónde está aquí la historia?

El siguiente semestre, el maestro de escritura se obsesiona con escribir desde la experiencia personal. Escribir desde lo que tú conoces, sobre lo que te ha ocurrido. Quiere muertos, viajes de campamento. Piensas en lo que te ha sucedido. En tres años han pasado tres cosas: has perdido tu virginidad; tus padres se divorciaron; y tu hermano regresa a casa desde una selva a diez millas de la frontera Camboyana sólo con media pierna y una mueca permanente que parece una sonrisa en su boca.
Aquí una muestra de lo escrito sobre el primer tema: Se construyó un nuevo espacio, el cual se quejaba y gritaba con una voz con que no era mía. Ya no soy la misma. Pero estaré bien”. Sobre el segundo tema escribes una historia muy elaborada de un viejo matrimonio que pisa una mina de tierra en su cocina, haciéndolos volar en pedazos. Llamarás a esto: Para bien y para explosiones mortales. Sobre el último tema, no escribirás nada; no hay palabras para esto. Se escucha el silencio de tu máquina de escribir. No puedes encontrar palabras.

En las reuniones de alumnos, la gente dice, “Oh, ¿tú escribes?” “¿Sobre qué temas?” Tu compañera de cuarto, quien ha bebido demasiado vino, muy poco queso y ninguna galleta, exclama: “Ay, dios mío, no escribe de otra cosa que de su novio casi mudo”.
Más tarde aprendes que el sentido del trabajo de los escritores es totalmente abierto, que ellos mismos carecen de una real comprensión de lo que han escrito y por consiguiente deben medio creer cualquier cosa que se diga de ellos. Tú, sin embargo, no has alcanzado aún ese nivel de comprensión crítica. Tú te quedas rígida y dices, “No, claro que no”, del mismo modo que lo decías cuando alguien en cuarto grado te acusaba de disfrutar de verdad las clases de oboe y de que tus padres no te obligaban a tomarlas.

Insiste en que no estás muy interesada en absolutamente ningún tema, que tu único interés es la música del lenguaje, que estás interesada en…en…sílabas, porque éstas son los átomos de la poesía, las células de la mente, la respiración del alma. Comienza a sentirte indispuesta. Mira fijamente tu vaso de plástico.
“¿Sílabas?”, escucharás que alguien te pregunta arrastrando la lengua de tan borracho, pero aun así  un poco asombrado, temeroso.

Comienza a preguntarte sobre qué escribes. O sí tienes algo qué decir. O sí existe siquiera una cosa digna de ser dicha. Limita esos pensamientos a no más de diez minutos al día, pues como las sentadillas podrían hacerte adelgazar.  
Leerás en algún sitio que toda escritura debe ser hecha con los cojones. No profundices en esto, te pondrás nervioso.
Tu madre vendrá a visitarte. Te mirará las ojeras y te alcanzará un oscuro libro con una maleta también oscura en la portada. Se titulará: Cómo ser un ejecutivo de negocios. Ella también te trajo Nombres para bebés, la enciclopedia  por la que habías preguntado. Uno de tus personajes, el cada vez más viejo y ridículo profesor de escuela, necesita un nuevo nombre. Tú madre moverá la cabeza y dirá: “Francie, Francie, ¿recuerdas cuando estudiabas para ser psicóloga infantil?”

Tú contestarás: “Mamá, a mí me gusta escribir”.
Y ella agregará: “Claro que te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir”.

Escribe un cuento sobre un estudiante de música confundido y titúlalo: “Schubert fue único con lentes, ¿cierto?”. No será un gran éxito, aunque a tu compañera de cuarto le gustará la parte donde dos violinistas se hacen explotar a sí mismos, accidentalmente, en una sala de conciertos. “Yo salí alguna vez con un violinista”, dirá, produciendo chasquidos con su chicle.  

A dios gracias tomas otros cursos. Puedes encontrar un verdadero refugio en las desgarraduras ontológicas del siglo XIX, o en los rituales de cortejo de los invertebrados. Algunos moluscos globulares tienen lo que se dice, “Sexo por el brazo”. El pulpo macho, por ejemplo, pierde el extremo de uno de sus tentáculos al introducirlo en el cuerpo femenino. Los biólogos marinos lo llaman “El séptimo cielo”. Alégrate de saber estas cosas. Alégrate de no ser sólo un escritor. Trata de ingresar a una escuela de leyes.
Mientras tanto, muchas cosas pueden suceder. Pero lo más grave es que, después de todo, decidas no ir a la escuela de leyes, y que en cambio, pases una buena parte de tu vida explicándole a la gente por qué decidiste no inscribirte. De algún modo terminas escribiendo de nuevo. Sigues dudando si será bueno obtener un título. Quizá desempeñes trabajos extraños y tomas cursos nocturnos de escritura. Quizás estas trabajando en una novela y poniendo por escrito todos los inteligentes comentarios y las confesiones personales íntimas que escuchas durante el día. Quizás estás perdiendo tus amigos, tus conocidos, tu equilibrio.
Has roto con tu novio. Ahora sales con un hombre que en lugar de murmurar: “Te amo”, te dice: “Hazlo, baby, hazlo”. Esto es bueno para la escritura.

Tarde o temprano tendrás un manuscrito más o menos terminado. La gente lo mirará con un poco de inquietud y dirá: “Hubiera apostado que convertirte en escritor era sólo una de tus fantasías”. Tú no sabrás de momento qué responder. Pero di que, de todas las fantasías posibles en el mundo, esa no ocuparía en tu lista ni siquiera el lugar veinte. Diles que serás una psicóloga infantil. “Apuesto que serás genial con los niños”, dirán aliviados. Pon un semblante adusto.

Escapa de las clases. Abandona el trabajo. Convierte en efectivo viejos títulos de ahorro. Ahora tienes tiempo de sobra en tus manos. Con sumo cuidado copia todas las direcciones de tus amigos en una nueva agenda.

Si se te echa encima el vacío, regurgita recuerdos. Organiza una carpeta llena de fragmentos.

Un párpado amoratándose.
El mundo como conspiración.
Posible trama: una mujer sube a un autobús.

Toma mucho café cuando estés en casa. En un restaurant elegante, ordena la misma ensalada que acostumbrabas en el colegio. Por un momento te parecerá un mapa. Te preguntarás dónde has estado, a dónde vas. “Tú estás aquí”, te responderá la estrella roja en la parte trasera del menú.

Ocasionalmente, alguien con quien has quedado de verte, con una cara tan inexpresiva como una hoja de papel en blanco, te preguntará si los escritores no pierden muy seguido el entusiasmo.  Responde que a veces lo pierden, y otras veces también. Di que es casi como tener polio.

“Interesante”, te responderá con una sonrisa, y se pondrá a mirar los pelitos de uno de sus brazos y comenzará a peinarlos todos, en la misma dirección.


Lorrie Moore nació el 13 de enero de 1957, en Glens Falls, Nueva York. Se educó en la universidad de Lawrence y la Universidad de Cornell. Actualmente trabaja como profesora.


Sus cuentos has sido incluidos en el libro titulado: Los mejores cuentos americanos del año, y uno de ellos, fue incluido también en la colección Los mejores cuentos americanos del siglo, editado por  John Updike y Katrina Kenison. Moore también escribe novelas. El fragmento traducido y presentado hoy al público, fue tomado del libro Collected stories, de Moore. Si lee en inglés puede pasar a encargarlo a la Librería Da Vinci, ubicada en Federico del toro 39, local 23. A un costado de Bancomer del centro.



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