Por Lorrie Moore
Trad. César Anguiano.
Para todos los jóvenes y no
tan jóvenes
de Ciudad Guzmán que sueñan
con convertirse en escritores
y trabajan en ello. Sobre
todo, para los integrantes
del taller literario de
Ricardo Sigala.
Primero intenta ser otra cosa, no importa qué. Una
estrella de cine-astronauta, una estrella de cine-comando especial, una estrella
de cine-profesor de kínder. Presidente del mundo. Fracasa miserablemente. Es
mejor si lo haces a temprana edad, digamos a los catorce. Fracasa pronto pues el
desencanto crítico es necesario; así a los quince podrás escribir largas
secuencias Haikou sobre el deseo no realizado, sobre un estanque, un árbol de
cerezo en flor, el viento que viene de la montaña y despeina las alas de los
gorriones. Cuenta sílabas. Muéstrale lo escrito a mamá. Ella es dura y
práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que quizá le es infiel. Usa ropa
oscura porque cree que sobre ésta se notan menos las manchas. Echará una rápida
ojeada a tu escrito y después levantará el rostro y te mirará con una cara
vacía como el hueco de una dona. Seguramente te dirá: ¿Qué opinas de sacar los
trastes de la maquina lava-vajillas? Desvía la mirada. Pon los cubiertos en el
cajón. Accidentalmente rompe uno de los vasos cortesía de alguna gasolinera.
Esto es parte del dolor y sufrimiento necesarios. Aunque esto es sólo el inicio
y les sucede únicamente a los principiantes.
En tu clase de inglés, en la preparatoria, mira el
rostro de Mr. Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe una
composición sobre los rábanos. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta sílabas:
nueve, diez, once, trece. Anímate con un relato. Con él no tendrás que contar
sílabas. Escribe un cuento sobre un hombre viejo y una mujer que
accidentalmente se disparan uno al otro a la cabeza como resultado de una
inexplicable falla de la pistola, la cual, una noche, aparece de manera
misteriosa en la sala. Entrégalo a Mr. Killiam como trabajo de fin de curso.
Cuando lo tengas de regreso, él habrá escrito sobre éste. “Algunas de tus
imágenes son muy bonitas, pero no tienes sentido de la trama”. Cuando estés en
casa, en la privacidad de tu propio cuarto, tímidamente rayonea con lápiz, bajo
sus comentarios en tinta negra: “Las tramas son para gente muerta con cara de
rábano”.
Toma todos los trabajos de niñera que puedas obtener. Eres genial con los niños. Te aman. Les contarás historias sobre
gente vieja que muere muertes idiotas. Cántales canciones como “Azules campanas
de Escocia”, les encantarán. Y cuando estén en piyama y hayan parado finalmente
de molestarse uno al otro, cuando estén bien dormidos, lee todos manuales de
sexo que encuentres en casa, y pregúntate como puede existir una persona que
haga tales con alguien que verdaderamente ama. Quédate dormida sobre una silla
leyendo la revista Playboy de Mr. McMurphy.
Cuando los dueños de la casa regresen te tocarán el hombro para despertarte y mirarán
la revista en tu regazo con un gesto extraño. Querrás morirte. Te preguntarán
si Tracey quiso tomar su medicina. Explicarás que sí, que la tomó, que le
prometiste un cuento si se la tomaba como hacen las niñas grandes y que había
funcionado. “Estupendo.
Estupendo”, exclamarán ellos.
Trata de sonreír con orgullo.
Solicita el ingreso a la universidad, en la carrera de
psicología infantil.
Como estudiante de esa disciplina tienes algunas opciones.
Siempre te han gustado los pájaros. Así que te inscribes a algo llamado “Viaje
de campo ornitológico”. Se reúnen los martes y los jueves a las dos. Cuando
llegas al aula 134, el primer día de clases, encuentras a quienes serán tus
compañeros sentados alrededor de la mesa del seminario hablando de metáforas. Tú
crees saber algo de eso. Pero después de un corto y vergonzoso momento,
levantas tu mano y dices con timidez: “Disculpen, ¿esto no es una reunión de
observadores de aves?”. Los integrantes de la clase se quedan inmóviles, luego
todos girarán a mirarte. Te parecerá que forman un único rostro gigante y vacío
como un reloj destrozado. “No -dice alguien con una barba despeinada-, esto es
un taller de escritura creativa”. Tú dices: “Ah, bien”, como si ya lo hubieras
sabido. Miras la boleta de inscripción. Te preguntas cómo diablos terminaste
ahí. La computadora, aparentemente, cometió un error. Comienzas a ponerte de
pie para salir y te detienes. Las filas para hacer trámites y cambios son
enormes esa semana. Quizás puedas aprender algo de este error. Quizás tu manera
de escribir no es tan mala. Quizás es el destino. Quizás esto es lo que tu
padre quiere dar a entender cuando dice: “Ésta es la era de las computadoras,
Francie. Ésta es la era de las computadoras”.
Convéncete de que la vida en la universidad te gusta.
En tu dormitorio te reúnes con mucha gente agradable. Alguna es más inteligente
que tú. Y otros, descubres, más tontos. Por desgracia, el resto de tu vida continuarás
viendo el mundo en exactamente los mismos términos.
Una semana, el ejercicio de escritura creativa es
narrar un suceso violento. Retomas una vieja historia sobre conducir con tu tío
Gordon y otra sobre dos ancianos que se electrocutan accidentalmente cuando van
a encender una lámpara de escritorio en mal estado. El maestro te regresará el
trabajo con los siguientes comentarios: “Gran parte de tu escrito es terso y
enérgico. Pero tienes una noción absurda de la trama”. Escribe otra historia
sobre una mujer y un hombre que, en el primer párrafo, aparecen con la parte
inferior del torso destrozada por una explosión accidental de dinamita. Y en el
segundo, con el dinero del seguro, compran juntos un puesto de helados de yogurt.
Hay seis párrafos más y los lees completos en la clase en voz alta. No le
gustan a nadie. Dicen que tu sentido de la trama es incompetente y escandaloso.
Piensas que deberías intentarlo con comedias.
Comienzas saliendo con alguien divertido, con alguien que tiene lo que en la
preparatoria llamabas “gran y verdadero sentido del humor” y lo que ahora tu
clase de escritura creativa llama “autosatisfacción elevándose hasta su forma
cómica”. Pon por escrito todas sus bromas, pero no le cuentes lo que estás
haciendo. Haz anagramas con el nombre de su antigua novia, y nombra con ellos a
todos tus personajes socialmente discapacitados. Cuéntale que su novia está en
todas tus historias, y observa cuánto parece divertirse, cuán grande y
verdadero es su sentido del humor.
Tu consejero en la carrera de Psicología infantil, te
dice que estás descuidando los cursos. Que te graduarás en aquello que
inviertas más tiempo. Contestas que sí, que entiendes.
Durante los siguientes dos años, en los seminarios de
escritura creativa, todos continúan fumando cigarrillos y preguntando las
mismas cosas: “¿Funcionará esto? ¿Por qué deberíamos preocuparnos por este
personaje? ¿Te has dado cuenta ya de este cliché?” Todo eso que parece ser
importante.
Un día, cuando te llega el turno de compartir tus
escritos, miras a tus compañeros con cierta ilusión mientras éstos intentan descubrir
una trama en tus hojas mimeografiadas. Luego alzan la cabeza y te miran
aburrida, fijamente; aunque algunos te sonríen, en cierto modo de manera dulce.
Pasas mucho tiempo encorvada, desmoralizada. Tu novio
sugiere un paseo en bicicleta. Tu compañera de cuarto sugiere otro novio. Te
advierten que es auto mutilante y hace perder peso, pero continúas escribiendo.
Lo único que te hace feliz es escribir algo nuevo en medio de la noche -las
axilas húmedas, el corazón latiendo con fuerza-, algo que nadie ha visto
todavía. Lo único que tienes son esos breves, frágiles, novedosos instantes de
euforia en que sabes que eres un genio. Y entiendes lo que tienes que hacer: cambiar
de carrera. Los niños de la guardería donde practicas se decepcionarán, pero tú
tienes un llamado, uno urgente, una idea delirante, una desafortunada
costumbre. Eres parte ya de la multitud de los locos.
¿Por qué escribir? ¿De dónde viene la escritura? Esas
son preguntas para ti mismo. Es como preguntar que por qué existe la guerra, o
si hay un dios, o que por qué mi hermano
es ahora un lisiado. Son preguntas que tendrás siempre en tu cartera, como plumas
a las que se les corre la tinta, como lápices labiales sin usar. Son preguntas,
lo dice tu maestro de escritura creativa, buenas para anotar en tus diarios,
aunque no lo suficiente para hacer ficción.
Tu profesor de escritura, ese otoño, insiste en el
poder de la imaginación. Lo cual significa que no desea extensas historias
descriptivas sobre tu viaje de campamento el último verano. Él quiere que
inicies en un contexto realista pero luego lo alteres. Algo así como a volver a
combinar el ADN. Él quiere que dejes navegar tu imaginación, que ésta hinche
sus velas al viento.
Cuéntale a tu compañera de cuarto tu gran idea, tu
gran ejercicio de poder imaginativo: una adaptación de Melville a la vida
contemporánea. Dile que será algo sobre la monomanía, sobre el mundo de las
aseguradoras en Rochester, Nueva York, donde el pez grande se come al chico;
que la primera línea será “Llámame comida de pescado”, que todo se retratará a
un marido menopáusico y suburbano llamado Richard, quien por estar todo el
tiempo deprimido será llamado “Dick, el sombrío” por su ingeniosa mujer Elaine.
Di a tu compañera de cuarto: “Dick el sombrío, ¿lo captas?”. Tu compañera de
cuarto se te acercará como una amiga, pondrá su brazo sobre tus hombros
cansados: “Escucha, Francie”, te dirá y continuará con un lento discurso
terapéutico. “Salgamos por una cerveza”, concluirá, cuando ya no encuentre más
nada qué decir.
En el seminario tampoco gusta tu idea. Sospechas que comienzan
a tenerte lástima. Te dicen: debes pensar en lo que está sucediendo, ¿dónde
está aquí la historia?
El siguiente semestre, el maestro de escritura se
obsesiona con escribir desde la experiencia personal. Escribir desde lo que tú
conoces, sobre lo que te ha ocurrido. Quiere muertos, viajes de campamento.
Piensas en lo que te ha sucedido. En tres años han pasado tres cosas: has
perdido tu virginidad; tus padres se divorciaron; y tu hermano regresa a casa
desde una selva a diez millas de la frontera Camboyana sólo con media pierna y
una mueca permanente que parece una sonrisa en su boca.
Aquí una muestra de lo escrito sobre el primer tema:
Se construyó un nuevo espacio, el cual se quejaba y gritaba con una voz con que
no era mía. Ya no soy la misma. Pero estaré bien”. Sobre el segundo tema escribes
una historia muy elaborada de un viejo matrimonio que pisa una mina de tierra
en su cocina, haciéndolos volar en pedazos. Llamarás a esto: Para bien y para
explosiones mortales. Sobre el último tema, no escribirás nada; no hay palabras
para esto. Se escucha el silencio de tu máquina de escribir. No puedes
encontrar palabras.
En las reuniones de alumnos, la gente dice, “Oh, ¿tú
escribes?” “¿Sobre qué temas?” Tu compañera de cuarto, quien ha bebido
demasiado vino, muy poco queso y ninguna galleta, exclama: “Ay, dios mío, no
escribe de otra cosa que de su novio casi mudo”.
Más tarde aprendes que el sentido del trabajo de los
escritores es totalmente abierto, que ellos mismos carecen de una real
comprensión de lo que han escrito y por consiguiente deben medio creer
cualquier cosa que se diga de ellos. Tú, sin embargo, no has alcanzado aún ese
nivel de comprensión crítica. Tú te quedas rígida y dices, “No, claro que no”,
del mismo modo que lo decías cuando alguien en cuarto grado te acusaba de
disfrutar de verdad las clases de oboe y de que tus padres no te obligaban a
tomarlas.
Insiste en que no estás muy interesada en
absolutamente ningún tema, que tu único interés es la música del lenguaje, que
estás interesada en…en…sílabas, porque éstas son los átomos de la poesía, las
células de la mente, la respiración del alma. Comienza a sentirte indispuesta.
Mira fijamente tu vaso de plástico.
“¿Sílabas?”, escucharás que alguien te pregunta
arrastrando la lengua de tan borracho, pero aun así un poco asombrado, temeroso.
Comienza a preguntarte sobre qué escribes. O sí tienes
algo qué decir. O sí existe siquiera una cosa digna de ser dicha. Limita esos
pensamientos a no más de diez minutos al día, pues como las sentadillas podrían
hacerte adelgazar.
Leerás en algún sitio que toda escritura debe ser
hecha con los cojones. No profundices en esto, te pondrás nervioso.
Tu madre vendrá a visitarte. Te mirará las ojeras y te
alcanzará un oscuro libro con una maleta también oscura en la portada. Se
titulará: Cómo ser un ejecutivo de
negocios. Ella también te trajo Nombres
para bebés, la enciclopedia por la
que habías preguntado. Uno de tus personajes, el cada vez más viejo y ridículo
profesor de escuela, necesita un nuevo nombre. Tú madre moverá la cabeza y
dirá: “Francie, Francie, ¿recuerdas cuando estudiabas para ser psicóloga
infantil?”
Tú contestarás: “Mamá, a mí me gusta escribir”.
Y ella agregará: “Claro que te gusta escribir. Por supuesto.
Claro que te gusta escribir”.
Escribe un cuento sobre un estudiante de música
confundido y titúlalo: “Schubert fue único con lentes, ¿cierto?”. No será un
gran éxito, aunque a tu compañera de cuarto le gustará la parte donde dos
violinistas se hacen explotar a sí mismos, accidentalmente, en una sala de
conciertos. “Yo salí alguna vez con un violinista”, dirá, produciendo
chasquidos con su chicle.
A dios gracias tomas otros cursos. Puedes encontrar un
verdadero refugio en las desgarraduras ontológicas del siglo XIX, o en los
rituales de cortejo de los invertebrados. Algunos moluscos globulares tienen lo
que se dice, “Sexo por el brazo”. El pulpo macho, por ejemplo, pierde el
extremo de uno de sus tentáculos al introducirlo en el cuerpo femenino. Los
biólogos marinos lo llaman “El séptimo cielo”. Alégrate de saber estas cosas.
Alégrate de no ser sólo un escritor. Trata de ingresar a una escuela de leyes.
Mientras tanto, muchas cosas pueden suceder. Pero lo
más grave es que, después de todo, decidas no ir a la escuela de leyes, y que
en cambio, pases una buena parte de tu vida explicándole a la gente por qué
decidiste no inscribirte. De algún modo terminas escribiendo de nuevo. Sigues
dudando si será bueno obtener un título. Quizá desempeñes trabajos extraños y
tomas cursos nocturnos de escritura. Quizás estas trabajando en una novela y
poniendo por escrito todos los inteligentes comentarios y las confesiones
personales íntimas que escuchas durante el día. Quizás estás perdiendo tus
amigos, tus conocidos, tu equilibrio.
Has roto con tu novio. Ahora sales con un hombre que
en lugar de murmurar: “Te amo”, te dice: “Hazlo, baby, hazlo”. Esto es bueno
para la escritura.
Tarde o temprano tendrás un manuscrito más o menos
terminado. La gente lo mirará con un poco de inquietud y dirá: “Hubiera
apostado que convertirte en escritor era sólo una de tus fantasías”. Tú no
sabrás de momento qué responder. Pero di que, de todas las fantasías posibles
en el mundo, esa no ocuparía en tu lista ni siquiera el lugar veinte. Diles que
serás una psicóloga infantil. “Apuesto que serás genial con los niños”, dirán
aliviados. Pon un semblante adusto.
Escapa de las clases. Abandona el trabajo. Convierte
en efectivo viejos títulos de ahorro. Ahora tienes tiempo de sobra en tus
manos. Con sumo cuidado copia todas las direcciones de tus amigos en una nueva
agenda.
Si se te echa encima el vacío, regurgita recuerdos. Organiza
una carpeta llena de fragmentos.
Un párpado
amoratándose.
El mundo como
conspiración.
Posible trama:
una mujer sube a un autobús.
Toma mucho café cuando estés en casa. En un restaurant
elegante, ordena la misma ensalada que acostumbrabas en el colegio. Por un
momento te parecerá un mapa. Te preguntarás dónde has estado, a dónde vas. “Tú
estás aquí”, te responderá la estrella roja en la parte trasera del menú.
Ocasionalmente, alguien con quien has quedado de
verte, con una cara tan inexpresiva como una hoja de papel en blanco, te
preguntará si los escritores no pierden muy seguido el entusiasmo. Responde que a veces lo pierden, y otras
veces también. Di que es casi como tener polio.
“Interesante”, te responderá con una sonrisa, y se
pondrá a mirar los pelitos de uno de sus brazos y comenzará a peinarlos todos,
en la misma dirección.
Lorrie
Moore nació el 13 de enero de 1957, en
Glens Falls, Nueva York. Se educó en la universidad de Lawrence y la Universidad de Cornell. Actualmente
trabaja como profesora.
Sus cuentos has sido incluidos en el libro
titulado: Los mejores cuentos americanos
del año, y uno de ellos, fue incluido también en la colección Los mejores cuentos americanos del siglo,
editado por John Updike y
Katrina Kenison. Moore también
escribe novelas. El fragmento traducido y presentado hoy al público, fue tomado
del libro Collected stories, de
Moore. Si lee en inglés puede pasar a encargarlo a la Librería Da Vinci,
ubicada en Federico del toro 39, local 23. A un costado de Bancomer del centro.
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