martes, 31 de marzo de 2015

La danza del oso, un paso de jazz rastreado en la literatura


Los músicos no bailamos,
ya habrás oído decir
Jorge Drexler

Ricardo Sigala


Patrick Modiano en la novela Un pedigrí, una de sus obras más autobiográficas, nos habla de su madre, una actriz de origen belga que en su deambular por la farándula francesa hizo una buena amistad con Boris Vian, lo que con seguridad representó una gran influencia en el joven aspirante a escritor. Boris Vian es un novelista, dramaturgo, poeta y además crítico e intérprete de jazz, autor de obras clásicas como Lobo-hombre, Que se mueran los feos y Con las mujeres no hay manera en las que la música de jazz se muestra omnipresente en la generación de atmósferas densas, propias de sus historias marcadas por el género negro. Vian publicó Escritos de jazz, en el que incluye artículos y criticas de discos.



No es extraño que la crítica destaque en el estilo de Modiano su breve extensión que le basta para ejercer una literatura de una “elevada intensidad narrativa e intelectual”. Su tono ha sido definido como “la música Modiano”; una escritura particularmente literaria, evocadora y con frecuencia inquietante. José Carlos Llop, en el prólogo de la Trilogía de la ocupación habla del estilo de Modiano como de “Una respiración lenta e hipnótica, con el dring (impulso en afrikáans) cristalino y el swing jazzístico de los felices veinte, desplazado hacia la luz negra de un fragmento de los primeros cuarenta europeos, que aporta el ingrediente delirante”.

En muchos sentidos leer las obras de Modiano es como escuchar la música de jazz, no es que hable abiertamente del jazz sino que sus fraseos, sus ritmos inesperados, sus atmósferas melancólicas e inquietantes nos permiten hacer tal aseveración. Además la novelística de Modiano abunda en el contexto en que en sus orígenes germinó el género: el bajo mundo, la corruucción, la pobreza, la ilegalidad y una condición de paria que enexplicablemente guarda siempre una profunda, misteriosa  y discreta alegría.

En el mismo libro, Pedigrí, Modiano recuerda a “Ursula Kübler, la mujer de Boris Vian”, con quien fue a su casa en la colonia Véron, donde le hizo “una demostración de cómo bailaba con Boris Vian la danza del oso. Me emocionó ver toda la colección de discos de Boris Vian”, más que la colección de discos llama la atención la idea de la danza del oso, imagino la escena y me resulta cómica: Boris Vian y Ursula bailando como osos. El músico de jazz, que supone improvisación y agilidad sonora y por lo tanto una psicomotricidad por encima de la norma, es dueño de una torpeza que se manifiesta en el baile. “Los músicos no bailamos” dice Jorge Drexler una canción.

En un artículo publicado el 24 de octubre de 2009, el escritor español Antonio Muñoz Molina alude a esta danza del oso pero en referencia a Thelonoius Monk: “Años después, cuando ya era un músico conocido, sus estridencias y sus invenciones sonoras no se alejaron nunca del tronco de los blues, y sus lentas danzas de oso sobre el escenario mientras los otros seguían tocando tenían algo de ritual antiguo y posesión, como de trance de iglesia baptista.”

Esto me lleva a una noche de marzo de 1966 en la ciudad de Ginebra, que quedó registrada en una crónica de Julio Cortázar con el título de “La vuelta al piano de Thelonious Monk”, después incluida en su libro La vuelta al día en ochenta mundos de 1967, más que la crónica del concierto es el relato del periplo de Monk en torno a su piano para ejecutar el baile citado, al tiempo que el cuarteto hace sus improvisaciones. El tema del artículo no es el concierto, ni la música sino el suceso del recorrido del oso en su baile imposible.

Dice Cortázar para referirse al arribo de Monk al escenario: “desde el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro”.  Cuando se acerca el momento en que el músico se levantará la crónica continúa: “Thelonious deja caer las manos, escucha un instante, posa todavía un leve acorde con la izquierda, y el oso se levanta hamacándose, harto de miel o buscando musgo propicio a la modorra, saliéndose del taburete se apoya en el borde del piano marcando el ritmo con un zapato y el birrete…” En este momento se ha producido una tensión análoga a la que se da en ciertas improvisaciones de jazz, esas tónicas esperadas que tardan en llegar: “hasta que la mano abandona el borde, el oso gira paulatino y todo podría ocurrir en ese instante en que le falta el apoyo, en que flota como un alción sobre el ritmo donde Charles Rouse está echando las últimas vehementes largas pinceladas de violeta y de rojo, el oso se balancea amablemente y regresa nube a nube hacia el teclado, lo mira como por primera vez, pasea por el aire los dedos indecisos, los deja caer y estamos salvados, hay Thelonious capitán, hay rumbo por un rato…”

Lo vemos en los videos, la torpeza en el andar de Thelonious Monk preocupa, su baile de oso resulta inquietante por la inminente caída, un franco peligro. Sin embargo es paradójico que una vez sentado en el taburete frente al piano la movilidad de sus piernas al llevar el ritmo es una verdadera vorágine. Un periodista le preguntó si aquel baile de derviche tenía algún sentido ritual a lo que Monk  respondió : “Me canso de estar sentado al piano”.

Pareciera que el músico es un ave rarun, una especie del “Albatros” del que Charles Baudelaire habló en su muy famoso poema, un ave cuyas “sus alas de gigante le impiden caminar.”


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