Los músicos no bailamos,
ya habrás
oído decir
Jorge
Drexler
Ricardo
Sigala
Patrick
Modiano en la novela Un pedigrí, una
de sus obras más autobiográficas, nos habla de su madre, una actriz de origen
belga que en su deambular por la farándula francesa hizo una buena amistad con
Boris Vian, lo que con seguridad representó una gran influencia en el joven
aspirante a escritor. Boris Vian es un novelista, dramaturgo, poeta y además
crítico e intérprete de jazz, autor de obras clásicas como Lobo-hombre, Que se mueran
los feos y Con las mujeres no hay
manera en las que la música de jazz se muestra omnipresente en la
generación de atmósferas densas, propias de sus historias marcadas por el
género negro. Vian publicó Escritos de
jazz, en el que incluye artículos y criticas de discos.
No es extraño que la crítica destaque en el estilo de
Modiano su breve extensión que le basta para ejercer una literatura de una “elevada
intensidad narrativa e intelectual”. Su tono ha sido definido como “la música
Modiano”; una escritura particularmente literaria, evocadora y con frecuencia
inquietante. José Carlos Llop, en el prólogo de la Trilogía de la
ocupación habla del estilo de Modiano como de “Una respiración lenta e
hipnótica, con el dring (impulso
en afrikáans) cristalino y el swing jazzístico de los felices
veinte, desplazado hacia la luz negra de un fragmento de los primeros cuarenta
europeos, que aporta el ingrediente delirante”.
En muchos sentidos leer las obras de Modiano es como
escuchar la música de jazz, no es que hable abiertamente del jazz sino que sus
fraseos, sus ritmos inesperados, sus atmósferas melancólicas e inquietantes nos
permiten hacer tal aseveración. Además la novelística de Modiano abunda en el
contexto en que en sus orígenes germinó el género: el bajo mundo, la corruucción,
la pobreza, la ilegalidad y una condición de paria que enexplicablemente guarda
siempre una profunda, misteriosa y
discreta alegría.
En el mismo libro, Pedigrí,
Modiano recuerda a
“Ursula Kübler, la mujer de Boris Vian”, con quien fue a su casa en la colonia
Véron, donde le hizo “una demostración de cómo bailaba con Boris Vian la danza
del oso. Me emocionó ver toda la colección de discos de Boris Vian”, más que la
colección de discos llama la atención la idea de la danza del oso, imagino la
escena y me resulta cómica: Boris Vian y Ursula bailando como osos. El músico
de jazz, que supone improvisación y agilidad sonora y por lo tanto una
psicomotricidad por encima de la norma, es dueño de una torpeza que se
manifiesta en el baile. “Los músicos no bailamos” dice Jorge Drexler una
canción.
En
un artículo publicado el 24 de octubre de 2009, el escritor español Antonio
Muñoz Molina alude a esta danza del oso pero en referencia a Thelonoius Monk: “Años
después, cuando ya era un músico conocido, sus estridencias y sus invenciones
sonoras no se alejaron nunca del tronco de los blues, y sus lentas
danzas de oso sobre el escenario mientras los otros seguían tocando tenían algo
de ritual antiguo y posesión, como de trance de iglesia baptista.”
Esto me lleva a una noche de marzo de 1966 en la ciudad
de Ginebra, que quedó registrada en una crónica de Julio Cortázar con el título
de “La vuelta al piano de Thelonious Monk”, después incluida en su libro La vuelta al día en ochenta mundos de 1967,
más que la crónica del concierto es el relato del periplo de Monk en torno a su
piano para ejecutar el baile citado, al tiempo que el cuarteto hace sus
improvisaciones. El tema del artículo no es el concierto, ni la música sino el
suceso del recorrido del oso en su baile imposible.
Dice Cortázar para referirse al arribo de Monk al
escenario: “desde el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se
encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro”. Cuando se acerca el momento en que el músico
se levantará la crónica continúa: “Thelonious deja caer las manos, escucha un
instante, posa todavía un leve acorde con la izquierda, y el oso se levanta
hamacándose, harto de miel o buscando musgo propicio a la modorra, saliéndose
del taburete se apoya en el borde del piano marcando el ritmo con un zapato y
el birrete…” En este momento se ha producido una tensión análoga a la que se da
en ciertas improvisaciones de jazz, esas tónicas esperadas que tardan en
llegar: “hasta que la mano abandona el borde, el oso gira paulatino y todo
podría ocurrir en ese instante en que le falta el apoyo, en que flota como un
alción sobre el ritmo donde Charles Rouse está echando las últimas vehementes
largas pinceladas de violeta y de rojo, el oso se balancea amablemente y
regresa nube a nube hacia el teclado, lo mira como por primera vez, pasea por
el aire los dedos indecisos, los deja caer y estamos salvados, hay Thelonious
capitán, hay rumbo por un rato…”
Lo vemos en los videos, la torpeza en el andar de
Thelonious Monk preocupa, su baile de oso resulta inquietante por la inminente
caída, un franco peligro. Sin embargo es paradójico que una vez sentado en el
taburete frente al piano la movilidad de sus piernas al llevar el ritmo es una
verdadera vorágine. Un periodista le preguntó si aquel baile de derviche tenía
algún sentido ritual a lo que Monk
respondió : “Me canso de estar sentado al piano”.
Pareciera que el músico es un ave rarun, una especie del “Albatros” del que Charles Baudelaire
habló en su muy famoso poema, un ave cuyas “sus alas de gigante le impiden
caminar.”
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