lunes, 23 de marzo de 2015

El rostro de Myriam Moscona

Ricardo Sigala


En alguna de sus múltiples páginas, Borges habló de un paisajista cuya suma de obras a lo largo de su vida termina siendo la representación de su propio rostro. Algo similar sucede con Myriam Moscona,  a lo largo de tres décadas ha ido construyendo una obra por demás personal, caracterizada por una conciencia del lenguaje manifiesta en una expresión precisa y transparente, y por la indagación  constante en el tema de la identidad, esa fluctuación entre el yo más íntimo y el yo múltiple que definimos como tradición.



En esa suma de paisajes que es una obra, si seguimos con la metáfora de Borges, Moscona ha explorado diversas geografías. La poesía, con búsquedas diversas y afortunadas; la traducción, con ciertos reconocimientos; el periodismo cultural, como colaboradora en numerosas publicaciones nacionales y  extranjeras, y  su actividad en radio y televisión cultural; y en los últimos tiempos en la narrativa en donde se ha revelado como una novelista de gran calidad.

La primera imagen que tuvimos de esta escritora mexicana de familia búlgara sefardí, es la de la poeta que tuvo su carta de presentación en su libro Último Jardín en 1983, cinco años más tarde Las visitantes le daría el Premio de Poesía Aguascalientes; después le seguirían El árbol de los nombres (1992) y Vísperas (1996),  en estos sus primeros libros se le ha querido ver como una heredera de escritores como Rainer Maria Rilke,  Guillaume Apollinaire, Cioran y  Kenneth Rexroth, entre otros. En estas primeras entregas la escritora recurre a tópicos de las tradiciones griega y hebrea y explora en su condición migrante y femenina.  

Una segunda etapa en su trabajo poético tiene su inicio en el año 2000 con Negro marfil, a la que le continuarán El que nada (2006) y De par en par (2009), estos libros han sido calificados como “experiencias abisales” propias de cierta poesía moderna como la de Stéphane Mallarmé, Paul Celan y José Ángel Valente, en donde el verso es presentado como un  acontecimiento sígnico y verbal  en el ámbito de la página; aquí el verso se escalona, se superpone, se centra o se diluye en sus orillas, flota y da sentido al vacío de la página, el silencio del poema se manifiesta con una fortaleza poderosa y se distancia del proceder tradicional de la poesía.

Simultáneamente a este proceso de experimentación en su obra poética, Moscona incursionó en el terreno de la llamada poesía visual, libros de carácter artesanal entre los que destacan Velo verde, La poesía mexicana, Las dos tortillas y Norteada. Estas propuestas, que para algunos pueden parecer radicales, le han dado un reconocimiento internacional, lo evidencian la obtención de una residencia artística por parte del Centro Banff para las Artes de Canadá en el año 2000, justo para la realización de un proyecto de poesía visual, y el hecho de que una colección de sus poemas visuales forma parte de los archivos especiales de la Universidad de Irvine en California.

No es este el único suceso más allá de nuestras fronteras en relación con la poesía de Myriam Moscona, varios de sus libros cuentan con ediciones en diversas lenguas extranjeras: páginas oficiales de la cultura en México registran versiones en inglés, portugués, francés, italiano, búlgaro, ruso, alemán, hebreo, sueco, holandés y árabe. Entre éstas la más destacada es sin duda la que Jen Hoffer realizó al inglés de su poemario Negro marfil, pues no sólo ha aparecido en distintas publicaciones estadounidenses en forma bilingüe, sino que en 2012 recibió el Premio Harold Morton Landon de la Academia estadounidense.

Moscona también ha ejercido la traducción, del inglés al español tradujo una antología de la obra del poeta estadounidense Kenneth Rexroth, y junto con Adriana González Mateos tradujo La música del desierto de William Carlos Williams, con el que obtuvo el Premio Nacional de Traducción en 1996. En 2013 publicó junto con Jacobo Sefamí el volumen bilingüe titulado Por mi boka. Textos de la diáspora sefardí en ladino, en el que selecciona y traduce al castellano textos originalmente escritos en ladino o judeoespañol, como fragmentos de la Biblia de Ferrara y de los autores Mean Loez, Clarisse Nicoidski, Juan Gelman, Marcel Cohen y Denise León.  Esta es sólo un muestra de la tarea que Myriam Moscona ha abrazado con pasión en torno a la recuperación y difusión del ladino y cuyo más alto ejercicio hasta ahora es su entrañable novela Tela de sevoya.

Otro ámbito en el que la autora de Las visitantes ha dejado una impronta tiene que ver con el periodismo cultural, esa tarea de acercar la cultura a la diferentes públicos. Todo el que haya estado al tanto de los suplementos culturales y revistas literarias en nuestro país sabrá de la constancia de sus colaboraciones, sin embargo Moscona incursionó también en el periodismo radiofónico y el televisivo, ella fue la productora de “Bellas Artes en radio” y conductora del noticiero cultural “9:30” del canal 22, durante casi una década. En 1994 incursionó en la biografía con De frente y de perfil, semblanzas de poetas, una suma de setenta y cinco perfiles de poetas mexicanos vivos y ilustradas por Rodolfo Cuéllar, nueve de esas semblanzas fueron más tarde adaptadas para la televisión cultural mexicana.

En 2012 Myriam Moscona publicó una obra fundamental para nuestra  literatura, Tela de sevoya, que nace de un proyecto que se prolongó durante varios años y que la autora tuvo la paciencia y la sabiduría de saber llevar a buen término. Después de varios viajes, entrevistas con hablantes de ladino en el mundo, de investigaciones lingüísticas, de indagar en su memoria y la de los suyos, en la documentación tan predecible como inesperada, Myriam Moscona se vio en la necesidad de elaborar un libro misceláneo en cuanto a sus medios de expresión y logró un título que se perfila para ser indispensable para la literatura mexicana, un documento que contribuye a la comprensión de las migraciones en nuestro país, así como la reivindicación de una lengua (y su respectiva cultura), si bien con pocos hablantes en el mundo (unos 300 mil) cuenta entre ellos a figuras de la talla de Elias Canetti, Juan Gelman, Albert Cohen y Julia Kristeva, sólo por mencionar a los conocidos.

Tela de sevoya es un cruce caminos en el que confluyen la novela, el ensayo, la crónica, las memorias y la poesía para narrar la vida de la autora y su viaje de México a Bulgaria en busca de sus raíces, su identidad y su memoria; un viaje en el espacio, en el tiempo y hacia el propio interior de la protagonista, esa versión femenina de nuestro Juan Preciado, que viaja no a Comala sino a Bulgaria, en busca de sus padres. En el inicio de la novela, en la página 18 dice la protagonista “Yo, en mi herencia desnuda, más allá de la lengua, en los cuerpos que rodean mi chiquez, papá y mamá, digo, la necesidad de inventarles biografías porque los perdí de vista; por eso vine, porque me dijeron que aquí podría descubrir la forma de atar los cabos sueltos”.

Y en ese atar los cabos sueltos, el lector se encuentra con un nutrido número de personajes memorables y entrañables, la abuela Victoria, “ese tótem decimonónico que se encargó de agriarme la vida desde su comienzo”; el tío que fue compañero de escuela de Elias Canetti del que se enteró que había sido escritor, aquel jueves de 1981 en que en la tele dijeron que había ganado el Nobel de literatura; la hermosísima anciana, nonogenaria, a quien quizás su belleza la había salvado de holocausto; Missiniko que apareciera en la XEW con la shorra en pies; la tía Ema que se sentía orgullosa de fabricar la sábana en que se proyectaba el cine, para que ahí “sucedieran todas la cosas de Dios y del diablo”; esa población judía en Bulgaria que no le abrió las puertas a Dios cuando vino al mundo porque “no mostraban interés en las visitas celestiales”.


Tela de sevoya ganó el Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores en 2012, y se muestra como un paisaje de grandes alcances que contribuye a continuar rebelándonos el rostro de Myriam Moscona, un rostro a quien los lectores le “debemos la palabra luminosa de la ofrenda”.

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