jueves, 26 de marzo de 2015

Virginia Arreola Zúñiga. La literatura como un ejercicio de sinceridad y redención

Juan Manuel Preciado


Quienes cursen las páginas de “Opalescencias”, la última publicación de doña Virginia Arreola Zúñiga, serán testigos de un acto de sinceridad.

El campo de la literatura tiene géneros atractivos y apasionantes que debiéramos hacer nuestros e inculcarlos a nuestros niños y jóvenes; como aquellas obras en que el autor habla desde el fondo de su alma, con la simplicidad de una charla amistosa.



Obras como las “Confesiones” de San Agustín; “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust ; “La Gloria de mi padre” o “El castillo de mi madre” del gran Marcel Pagnol; “Confieso que he vivido” de Pablo Neruda, “Memorias de mis tiempos”, de don Justo Sierra, “Flor de juegos antigüos” de Agustín Yáñez, “La sombra niña”  de Griselda Álvarez o “Memoria y olvido”, la vida de don Juan José Arreola contada por él mismo a Fernando del Paso,  todo esto junto a la notable obra de otro coterráneo excepcional como lo es Guillermo Jiménez y su “Zapotlán” y ahora “Opalescencias” de doña Virginia; todas estas obras y más, son páginas prodigiosas de la literatura impregnadas de sinceridad, quizá de las más edificantes que me ha sido permitido conocer.

Páginas prodigiosas y sorprendentes, porque nos remiten a circunstancias  y tiempos que no fueron los nuestros, pero que gracias al acierto de estos escritores, los vivimos y los podemos integrar a nuestra experiencia.
Páginas prodigiosas y sorprendentes, porque las declaraciones que ellas contienen, nos hacen actores privilegiados de una charla eterna.
Páginas prodigiosas y sorprendentes, porque siguen un sencillo principio declarado por el filósofo francés Michel de Montaigne que dijo: “Hablo sobre el papel como hablo con el primero que encuentro“.

“Opalescencias” es, en un primer acercamiento, una charla espontánea que yo califico como un ejercicio de sinceridad, porque en esta conversación doña Virginia abre su corazón y a través de sus recuerdos nos muestra su alma sin reservas, siguiendo, tal vez de manera inconsciente, el ejemplo de su hermano Juan José al que en más de alguna oportunidad le escuche decir que él era un individuo del género confesional; alguien que de pronto volcaba su mundo sobre cualquier persona cercana que pudiera escucharlo, porque, decía, “quiero irme de este mundo sin ocultar nada de lo que soy”.

Doña Virginia dice: “llegué a este mundo en una familia en donde lo que menos falta hacía eran niños porque ya había muchos en casa, fui la decimosegunda. No fue un buen augurio, por lo tanto, que la ropa y los pañales heredados de mis hermanos fueran robados en su totalidad por una lavandera trabajadora de la casa que sustrajo la maleta que contenía estas prendas para llevárselas a una hermana de ella que las iba a necesitar. Al llegar yo a este mundo fueron a buscar la ropita para vestirme, la cual ya estaba siendo usada por un niño o una niña con más suerte que yo.  Como ‘Dios aprieta pero no ahorca’, me concedió tener rápido abrigo gracias a los buenos oficios y sentimientos solidarios de Amparito Silva, esposa de mi primo Salvador, quien acompañaba siempre a mi mamá en estos trances y de inmediato fue a su casa, que estaba a media cuadra de la nuestra, por la ropita que no necesitaba su hijo Enrique, quien había llegado al mundo unos meses antes que yo. Gracias a Dios y a ellos hubo rápidamente con qué vestirme”.

Sinceridad pura.

Sólo el egoísmo nos impide sincerarnos con los demás. Una trampa maldita tendida por el ego es la que nos impulsa a presentar los hechos y las cosas de nuestras vidas, bajo un grueso barniz de maquillaje, deformadas aunque acordes a nuestros deseos e instintos, ignorando la saludable virtud curativa de la ausencia de fingimiento.

Y aquí es donde encontramos otro rasgo sobresaliente del libro de doña Virginia: ella nos demuestra que la literatura puede servir para la redención del ser humano, como ya lo apuntaba el filósofo Voltaire que una vez declaró “Hay momentos en la vida cuyo sólo recuerdo es suficiente para borrar años de sufrimiento”.

El ego, agazapado en lo más profundo de nosotros (recordemos que el ego es la parte oscura que ha tomado nuestro cuerpo como campo de batalla contra la parte luminosa, el espíritu), ese ego, decía, aconseja y trata de convencernos en todo momento de  que nosotros no debemos mostrar jamás temores, carencias o debilidades. Con sus artificios de estafador de feria, el ego sugiere que guardemos en los más recóndito de nuestro Ser los fracasos, las angustias, las dudas y los pesares porque exponerlos al escrutinio de los demás es signo de flaqueza o cobardía; porque el ego sabe que cuando esos espectros se exponen a la luz, se esfuman como las entelequias que son. El ego nos quiere reservados porque es parte de su estrategia para eclipsar nuestra alma; el espíritu nos mueve hacia la transparencia donde quizá sólo la prudencia puede ejercer alguna moderación.

En este libro, doña Virginia al tiempo que realiza un conjuro contra las sombras de su vida, nos hace partícipes también de pasajes por demás interesantes que para algunos pueden quedar en el anecdotario personal; en la crónica de una época de nuestro entrañable Zapotlán o sencillamente como la charla amena y sosegada de quien repasa una etapa de su vida sin ocultar los aspectos ingratos.
He aquí unas muestras.

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 “Muchas personas comentan, aún después de tantos años, una experiencia que vivió mi hermano Roberto cuando contaba con trece o catorce años. Fue requerido para abrir la caja fuerte de la Tesorería Municipal de Zapotlán (que había sido cerrada con descuido dejando las llaves adentro), de la cual Don Fulgencio Hinojosa estaba a cargo: Mi hermano Roberto poseía especial habilidad para abrir toda clase de chapas, candados, cerraduras, etcétera. Además era amigo de los nietos del señor tesorero. Pienso que tal vez ellos recomendaron a Roberto para abrir la caja que hasta ese momento habían no podido abrir varias personas después de muchos intentos. Fueron a buscarlo a nuestra casa para que se presentara en la Tesorería. Al llegar allí y nada más verlo, el señor Hinojosa demostró molestia porque no creía que aquel chico fuera a lograr lo que otras personas más experimentadas no habían podido hacer. Malhumorado, el señor Hinojosa dejó que entrara mi hermano a su oficina para que tratara de abrir la caja que él mismo había cerrado dejando las llaves adentro. En pocos minutos, ante el azoro y desagrado del señor tesorero, mi hermano abrió la caja fuerte sin mayor dificultad y tomó las llaves. Don Fulgencio, queriendo quizás que aquello terminara pronto, no le dio la menor importancia y ordenó.
―Denle a este muchacho cinco pesos.
Mi hermano, al oír esa orden, puso de nuevo las llaves dentro de la caja y le dio el cerrón a la misma dejándola como al llegar y se dispuso a salir de allí.

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 “De poblaciones y rancherías venía a Zapotlán mucha gente con mercancías diversas para venderlas el jueves, por lo que se le llamaba “día de plaza” en Zapotán. Al aire libre, entre techos improvisados, bajo el rayo del sol, los comerciantes extendían sobre un petate sus mercancías. En cuestión de alfarería podían comprarse ollas, cazuelas, y jarros de barro, muchas de las cuales se hacían localmente y entre todos se componía un gran surtido. Se ofrecían lo mismo columnas que macetas, comales, braceros, todo de barro y muchas personas se reunían sobre la calle lateral poniente del entonces templo parroquial que actualmente lleva el nombre de Prisciliano Sánchez, a un costado de la ahora Catedral, para hacer estas compras”.

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 “Fui una niña feliz, pero al paso del tiempo me convertí en una adolescente triste, insegura, asustada; nada preparada para cambios o sucesos trascendentales en la vida de toda persona. Una tarde descubrí el desamparo y el miedo, palpé la incomprensión que me rodeaba como ser humano, me sentí insignificante dentro de una familia numerosa”.

Quienes se compenetren y hagan suyas estas memorias, terminarán sintiendo lo mismo que sentimos quienes la estimamos desde hace tiempo: el profundo respeto por una mujer de  Zapotlán que sugiere la materialización de auténtica musa, una Dulcinea o una Beatriz. Doña Virginia ostenta ya, a estas alturas de su vida, ese ansiado laurel que llamamos sabiduría; en ella se conjuga además lo mejor de una mujer: la bondad y una amorosa comprensión. Es además un paradigma de prudencia e inteligencia. Por eso en esta mañana, en este santuario dedicado al arte (que es junto con la religión o la filosofía otro camino hacia Dios), saludo con entusiasmo este libro de doña Virginia Arreola Zúñiga, que además de permitirnos una íntima y amena identificación con ella, nos aporta elementos para el mejor conocimiento de una de las familias más notables de Zapotlán y deja, sobre todo a los jóvenes, mensajes que son fáciles deducir, primero: la edificante demostración de que a los 80 años y más se puede seguir siendo creativo, segundo: que la aventura que llamamos vida, vale la pena encararse con la certeza de que sus dificultades no son más que los retos que templan el espíritu y que la literatura (bien como creación o simple deleite), nos puede servir en todo momento como aliada. Así lo dejó de manifiesto el escritor y poeta inglés Charles Lamb al decir “La literatura es una pésima muleta, pero un excelente bastón de paseo”.

¡Que así sea!

Gracias doña Virginia por este compartimiento.

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