Juan
Manuel Preciado
Quienes
cursen las páginas de “Opalescencias”, la última publicación de doña Virginia
Arreola Zúñiga, serán testigos de un acto de sinceridad.
El campo
de la literatura tiene géneros atractivos y apasionantes que debiéramos hacer
nuestros e inculcarlos a nuestros niños y jóvenes; como aquellas obras en que
el autor habla desde el fondo de su alma, con la simplicidad de una charla
amistosa.
Obras como
las “Confesiones” de San Agustín; “En busca del tiempo perdido” de Marcel
Proust ; “La Gloria de mi padre” o “El castillo de mi madre” del gran Marcel
Pagnol; “Confieso que he vivido” de Pablo Neruda, “Memorias de mis tiempos”, de
don Justo Sierra, “Flor de juegos antigüos” de Agustín Yáñez, “La sombra
niña” de Griselda Álvarez o “Memoria y
olvido”, la vida de don Juan José Arreola contada por él mismo a Fernando del
Paso, todo esto junto a la notable obra
de otro coterráneo excepcional como lo es Guillermo Jiménez y su “Zapotlán” y
ahora “Opalescencias” de doña Virginia; todas estas obras y más, son páginas prodigiosas
de la literatura impregnadas de sinceridad, quizá de las más edificantes que me
ha sido permitido conocer.
Páginas
prodigiosas y sorprendentes, porque nos remiten a circunstancias y tiempos que no fueron los nuestros, pero que
gracias al acierto de estos escritores, los vivimos y los podemos integrar a
nuestra experiencia.
Páginas
prodigiosas y sorprendentes, porque las declaraciones que ellas contienen, nos
hacen actores privilegiados de una charla eterna.
Páginas
prodigiosas y sorprendentes, porque siguen un sencillo principio declarado por
el filósofo francés Michel de Montaigne que dijo: “Hablo sobre el papel como
hablo con el primero que encuentro“.
“Opalescencias”
es, en un primer acercamiento, una charla espontánea que yo califico como un
ejercicio de sinceridad, porque en esta conversación doña Virginia abre su
corazón y a través de sus recuerdos nos muestra su alma sin reservas,
siguiendo, tal vez de manera inconsciente, el ejemplo de su hermano Juan José
al que en más de alguna oportunidad le escuche decir que él era un individuo del
género confesional; alguien que de pronto volcaba su mundo sobre cualquier
persona cercana que pudiera escucharlo, porque, decía, “quiero irme de este
mundo sin ocultar nada de lo que soy”.
Doña
Virginia dice: “llegué a este mundo en una familia en donde lo que menos falta
hacía eran niños porque ya había muchos en casa, fui la decimosegunda. No fue
un buen augurio, por lo tanto, que la ropa y los pañales heredados de mis
hermanos fueran robados en su totalidad por una lavandera trabajadora de la
casa que sustrajo la maleta que contenía estas prendas para llevárselas a una
hermana de ella que las iba a necesitar. Al llegar yo a este mundo fueron a
buscar la ropita para vestirme, la cual ya estaba siendo usada por un niño o
una niña con más suerte que yo. Como ‘Dios
aprieta pero no ahorca’, me concedió tener rápido abrigo gracias a los buenos
oficios y sentimientos solidarios de Amparito Silva, esposa de mi primo
Salvador, quien acompañaba siempre a mi mamá en estos trances y de inmediato
fue a su casa, que estaba a media cuadra de la nuestra, por la ropita que no
necesitaba su hijo Enrique, quien había llegado al mundo unos meses antes que
yo. Gracias a Dios y a ellos hubo rápidamente con qué vestirme”.
Sinceridad
pura.
Sólo el
egoísmo nos impide sincerarnos con los demás. Una trampa maldita tendida por el
ego es la que nos impulsa a presentar los hechos y las cosas de nuestras vidas,
bajo un grueso barniz de maquillaje, deformadas aunque acordes a nuestros
deseos e instintos, ignorando la saludable virtud curativa de la ausencia de
fingimiento.
Y aquí
es donde encontramos otro rasgo sobresaliente del libro de doña Virginia: ella
nos demuestra que la literatura puede servir para la redención del ser humano,
como ya lo apuntaba el filósofo Voltaire que una vez declaró “Hay momentos en
la vida cuyo sólo recuerdo es suficiente para borrar años de sufrimiento”.
El ego,
agazapado en lo más profundo de nosotros (recordemos que el ego es la parte
oscura que ha tomado nuestro cuerpo como campo de batalla contra la parte
luminosa, el espíritu), ese ego, decía, aconseja y trata de convencernos en
todo momento de que nosotros no debemos
mostrar jamás temores, carencias o debilidades. Con sus artificios de estafador
de feria, el ego sugiere que guardemos en los más recóndito de nuestro Ser los
fracasos, las angustias, las dudas y los pesares porque exponerlos al
escrutinio de los demás es signo de flaqueza o cobardía; porque el ego sabe que
cuando esos espectros se exponen a la luz, se esfuman como las entelequias que
son. El ego nos quiere reservados porque es parte de su estrategia para
eclipsar nuestra alma; el espíritu nos mueve hacia la transparencia donde quizá
sólo la prudencia puede ejercer alguna moderación.
En este
libro, doña Virginia al tiempo que realiza un conjuro contra las sombras de su
vida, nos hace partícipes también de pasajes por demás interesantes que para
algunos pueden quedar en el anecdotario personal; en la crónica de una época de
nuestro entrañable Zapotlán o sencillamente como la charla amena y sosegada de
quien repasa una etapa de su vida sin ocultar los aspectos ingratos.
He aquí
unas muestras.
*
“Muchas personas comentan, aún después de
tantos años, una experiencia que vivió mi hermano Roberto cuando contaba con
trece o catorce años. Fue requerido para abrir la caja fuerte de la Tesorería
Municipal de Zapotlán (que había sido cerrada con descuido dejando las llaves
adentro), de la cual Don Fulgencio Hinojosa estaba a cargo: Mi hermano Roberto
poseía especial habilidad para abrir toda clase de chapas, candados,
cerraduras, etcétera. Además era amigo de los nietos del señor tesorero. Pienso
que tal vez ellos recomendaron a Roberto para abrir la caja que hasta ese momento
habían no podido abrir varias personas después de muchos intentos. Fueron a
buscarlo a nuestra casa para que se presentara en la Tesorería. Al llegar allí
y nada más verlo, el señor Hinojosa demostró molestia porque no creía que aquel
chico fuera a lograr lo que otras personas más experimentadas no habían podido
hacer. Malhumorado, el señor Hinojosa dejó que entrara mi hermano a su oficina
para que tratara de abrir la caja que él mismo había cerrado dejando las llaves
adentro. En pocos minutos, ante el azoro y desagrado del señor tesorero, mi
hermano abrió la caja fuerte sin mayor dificultad y tomó las llaves. Don
Fulgencio, queriendo quizás que aquello terminara pronto, no le dio la menor
importancia y ordenó.
―Denle
a este muchacho cinco pesos.
Mi hermano,
al oír esa orden, puso de nuevo las llaves dentro de la caja y le dio el cerrón
a la misma dejándola como al llegar y se dispuso a salir de allí.
*
“De poblaciones y rancherías venía a Zapotlán
mucha gente con mercancías diversas para venderlas el jueves, por lo que se le
llamaba “día de plaza” en Zapotán. Al aire libre, entre techos improvisados,
bajo el rayo del sol, los comerciantes extendían sobre un petate sus
mercancías. En cuestión de alfarería podían comprarse ollas, cazuelas, y jarros
de barro, muchas de las cuales se hacían localmente y entre todos se componía
un gran surtido. Se ofrecían lo mismo columnas que macetas, comales, braceros,
todo de barro y muchas personas se reunían sobre la calle lateral poniente del
entonces templo parroquial que actualmente lleva el nombre de Prisciliano
Sánchez, a un costado de la ahora Catedral, para hacer estas compras”.
*
“Fui una niña feliz, pero al paso del tiempo
me convertí en una adolescente triste, insegura, asustada; nada preparada para
cambios o sucesos trascendentales en la vida de toda persona. Una tarde
descubrí el desamparo y el miedo, palpé la incomprensión que me rodeaba como
ser humano, me sentí insignificante dentro de una familia numerosa”.
Quienes
se compenetren y hagan suyas estas memorias, terminarán sintiendo lo mismo que
sentimos quienes la estimamos desde hace tiempo: el profundo respeto por una
mujer de Zapotlán que sugiere la
materialización de auténtica musa, una Dulcinea o una Beatriz. Doña Virginia
ostenta ya, a estas alturas de su vida, ese ansiado laurel que llamamos
sabiduría; en ella se conjuga además lo mejor de una mujer: la bondad y una
amorosa comprensión. Es además un paradigma de prudencia e inteligencia. Por
eso en esta mañana, en este santuario dedicado al arte (que es junto con la
religión o la filosofía otro camino hacia Dios), saludo con entusiasmo este
libro de doña Virginia Arreola Zúñiga, que además de permitirnos una íntima y
amena identificación con ella, nos aporta elementos para el mejor conocimiento
de una de las familias más notables de Zapotlán y deja, sobre todo a los
jóvenes, mensajes que son fáciles deducir, primero: la edificante demostración
de que a los 80 años y más se puede seguir siendo creativo, segundo: que la
aventura que llamamos vida, vale la pena encararse con la certeza de que sus
dificultades no son más que los retos que templan el espíritu y que la
literatura (bien como creación o simple deleite), nos puede servir en todo momento
como aliada. Así lo dejó de manifiesto el escritor y poeta inglés Charles Lamb al
decir “La literatura es una pésima muleta, pero un excelente bastón de paseo”.
¡Que
así sea!
Gracias
doña Virginia por este compartimiento.
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