Cuento ganador de la tercera mención honorífica en el Segundo Certamen de Cuento del CUSur.
Juan Miguel Sandoval Zavala
Al principio se creyó que era una broma del gobierno o de
alguno de esos desquehacerados que sólo están viendo qué inventarse para crear
polémica, hasta que aparecieron los anuncios por la radio, la televisión y las
calles. —No me lo creo— se oía al viento repetir —es imposible—. Era demasiado
cierto para ser digerido por una maltratada ciudadanía. Entonces el gobierno
dio la noticia que, desde hacía diez años, trabajaban secretamente en el
proyecto Delta, que se encargaría de llevar a veinte robots a Tilontu, un
pequeño pueblo tercermundista oculto en un valle desértico. Se quería, de una manera
revolucionaria, sacar de la pobreza a los pueblos olvidados como Tilontu, y
auxiliarlos, por fin, en la lucha contra su miseria. El proyecto consistía en
entregar a cada familia un robot que les ayudaría día y noche a trabajar,
sustituyendo todo esfuerzo de sus ya acabadas articulaciones. Los robots
construirían casas, calles, escuelas y hospitales, además de que harían
agricultura y ganadería. Harían de aquel olvidado lugar uno de los más
populares del mundo, siendo el primero en albergar autómatas inteligentes,
máquinas andantes, robots.
Los
escépticos, que eran centenares, aparecieron temprano ante la entrada a
Tilontu, abarrotados tras un cordel amarillo que dividía el camino, con
sombrillas, gorras y cantimploras para combatir la ola de calor que afectaba
desde el mes de abril al país. Del otro lado de la línea divisoria, se
encontraban los cámaras y los reporteros. Otros millones de espectadores más,
por comodidad, pues Tilontu estaba a trescientos kilómetros de la ciudad más
cercana, Milentu, decidieron presenciar el evento por televisión. Cuando el
primer vehículo, una camioneta negra de aspecto indestructible, se hizo visible
en la línea del horizonte, levantando una nube de polvo como caballos al
galope, los escépticos aplaudieron y los periodistas afinaron la garganta.
Sabían que era el presidente, quién más sino él. Nadie iba a Tilontu, y no
había aparecido otro espectador escéptico desde hacía una hora que quisiera
presenciar el evento con sus propios ojos para poder creerlo.
El auto se
detuvo y, al mismo tiempo que el chofer, que era un hombre robusto con gafas
negras y aspecto atemorizador, el presidente, con traje recortado a la medida,
odiado y amado por muchos, bajó con una sonrisa entusiasta en su estirado
rostro, saludando a los cuadros de cristal que lo apuntaban y que
transportarían su imagen a millones de pantallas, y a los escépticos, que
permanecían tras la cinta amarilla echando vítores y serpentina al aire, como
si esto último fuera necesario. Dos hombres más descendieron por las puertas
traseras. Debían ser los guardaespaldas, porque parecían sólidas rocas con
traje. Las entrevistas comenzaron y el presidente explicó que el proyecto Delta
había sido planeado desde dos sexenios anteriores y que le honraba que en el
suyo fuera la presentación. Cuando el tráiler que transportaba a los veinte
robots se hizo visible en la lejanía, finalizó las entrevistas diciendo algo
que le causó gracia a él mismo, al camarógrafo, a los reporteros, a los
escépticos detrás del cordel y a millones de personas que sintonizaban el
evento: —En unos segundos verán sus impuestos andantes.
Junto con su
chofer y sus dos guardaespaldas, el presidente se aproximó a recibir el camión.
Cuando los veinte hombres de metal descendieron por la rampa, marchando a un solo
ritmo, los escépticos quedaron boquiabiertos, al igual que medio mundo: Eran
increíbles piezas tecnológicas resplandecientes al sol, que parecían hombres
envueltos en papel aluminio con una fisonomía perfectamente humana. Cuando el
presidente, sus hombres, los robots, los reporteros, los cámaras y los
escépticos se pusieron en marcha a Tilontu, en este orden, los televidentes
vitorearon delante de las pantallas, poniéndose de pie. Al llegar al pueblo, el
presidente fue el primero en darse cuenta de que Tilontu estaba.
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