Ricardo Sigala
Terminó el proceso electoral y entre las reacciones
más claras en la sociedad destaca el clima festivo que se ha generado en muchos
sectores de la población derivado de la presencia de nuevas fuerzas políticas,
ya sea que se trate de partidos de reciente creación o de candidatos
ciudadanos, o bien por celebrar el voto de castigo contra las fuerzas políticas
más desgastadas y desprestigiadas de nuestro sistema político. Se ha hablado de
una jornada de civilidad y de paz, en pocas palabras del triunfo de la democracia.
Una democracia, diría yo, que tiene muchas aristas que en la suma de las mismas
debería cuestionar el propio concepto de democracia: acabamos de asistir unas
campañas huecas, poco propositivas y claramente demagógicas; dicho proceso se
caracterizó, en la mayoría de las ocasiones, por una guerra sucia que tanto
ensució a los acusados como a los acusadores y que además deja muy mal parado
al sistema de justicia mexicano; tuvimos una jornada electoral que vio
militarizarse a varios estados del país confundiéndose así los métodos más
divergentes, desde la democracia participativa hasta la potencial, y en
momentos real, represión de Estado; la prensa en muchos casos se mostró parcial
y en ocasiones claramente malintencionada, se prestó a la guerra sucia y se
hicieron públicas encuestas amañadas, abiertamente manipuladas para favorecer a
determinados candidatos; el presidente del INE, Lorenzo Córdova, evidenció un
desprecio y una falta de respeto por las minorías que es antitético con el
espíritu democrático; en fin, que si seguidos hurgando, la sonrisa
postelectoral se nos va diluyendo poco a poco.
El
dato que en lo personal me resulta más preocupante, y que casi nadie ha querido
tocar es el de la real participación de los ciudadanos en las recientes elecciones. Se habla de que a nivel nacional
el índice de abstencionismo fue de entre el
51% y 53%, se registraron casos tan alarmantes como el del distrito 1 en
Ciudad Juárez donde el porcentaje de abstencionismo fue de 77%; en Jalisco se
tiene registro de un promedio de participación del 35% en municipios como
Tonalá y Tlaquepaque, en la mismísima zona metropolitana. Los números son
claros, si la participación ciudadana fue de poco más del 50% de la lista
nominal entonces ningún partido o candidato podría tener mayoría de electores,
a nivel nacional las dos más importantes fuerzas políticas son el PRI con 14.1
% de la lista nominal y el PAN con 10.34%, según datos publicados el 9 de junio
en el diario La Jornada. En la reciente jornada electoral más de 43 millones de
ciudadanos se abstuvieron de participar y si tomamos en cuenta los votos
anulados, que posiblemente alcancen 6%, es decir, unos cinco millones, la cifra
se hará aún más relevante y preocupante.
Víctor M. Toledo ha aseverado
que “en un país con democracia representativa madura, este hecho sería
suficiente para anular la elección, y para que los candidatos estuvieran
obligados a no participar en la siguiente. La razón: los porcentajes reales de
los votos ganados por los partidos se reduce a niveles irrisorios, es decir, no
son legítimos en tanto no representan más que consensos mínimos.”
Estamos viviendo una democracia
en donde las cuentas no salen, en donde grupos minoritarios de electores son a
la vez las mayorías que “deciden” el futuro del país, una rara demo-plutocracia
que la sonrisa postelectoral no nos ha dejado ver claramente.
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