Alejandra Alonso
Cuento que obtuvo
mención honorifica en el Séptimo Concurso de Cuento de La Jirafa
Cada vez que
escucho a una persona hablar de literatura, las papilas gustativas se me
alteran y preparo las mandíbulas para encajarle los dientes a mi presa
lectora.
No
piensen que soy un vampiro, porque yo soy algo más original que eso. Tengo el
poder de percibir el olor exquisito que una persona despide cuando lee dos o
tres libros a la semana. Los persigo porque me encanta que me cuenten lo que
están leyendo, para después devorarlos.
Hago
la cacería discretamente cuando asisto a charlas literarias, cafés o
bibliotecas. A veces tardo mucho en seleccionar a mi presa, pues no todo el
mundo lee literatura de la que me gusta. No todos los lectores saben igual. Por
ejemplo, cuando pruebo a una persona que está leyendo la Divina comedia de Dante Alighieri, sé que será algo picoso por el
sabor que le da el fuego del Infierno.
Pero eso no es un problema, porque después me quito lo irritado de la lengua
con tan sólo masticar a una persona que lee a Mario Benedetti, esos lectores
son extremadamente dulces y empalagosos como chicles de fresa.
En
ocasiones me aburro de mí y me dan ganas de actuar como una rana come bichos.
Me aventuro saltando por ahí en busca de personas que estén leyendo la Metamorfosis de Kafka y cuando por fin
las encuentro, ato sus pies y manos en el tronco de un árbol. Después les lamo
el rostro como si fueran paletas, hasta que mi lengua encuentra el sabor salado
de Gregorio Samsa, ese sabor es más o menos como el de un camarón o un charal
de cuaresma.
Las
presas más difíciles de conseguir son las que leen el Ulises de James Joyce, esas presas las consigo muy rara vez, pero
cuando las pruebo me saben a manjar recién traído de la India.
Siempre
que me como a un lector, tengo la costumbre de anotar el sabor de su carne
porque me gustaría poner una carnicería de lectores, esa carne es la mejor que
alguien pudiera comer, la primera carne inteligente y sabrosa en el mercado,
descubierta por mí.
Una
mañana cuando me preparaba para salir a cazar, vi a una persona hablando de mi
libro favorito parada justo frente a mí. Cerré los ojos y disfruté su olor
esparciéndose por el aire. Sentía como
se me hacía agua la boca. Le sonreí y caminé hacia ella imaginando el sabor de su
carne culta. La presa también me sonreía y extrañamente también empezó a
caminar hacia mí tranquilamente, sin sospechar que esa mañana sería mi
desayuno.
Cuando
me encontraba a pocos centímetros de mi presa, no perdí más el tiempo y me
lancé contra ella abriendo las mandíbulas como un gran cocodrilo hambriento. Mi
presa me miraba fijamente, ni siquiera gritaba o trataba de huir. Pero cuando
mis dedos tocaron con fuerza su delicado cuello, miles de grietas aparecieron
en su piel y por un momento quedó dividida como un mapa. Luego reventó en el
aire y cayó al suelo hecha mil pedazos.
Aquel suceso me facilitó el festín, pensé que
así sería más fácil comérmela y me tragué
uno a uno los pedazos, tratando de encontrar el sabor especial de la lectora. Pero
su carne no me sabía a nada, era como estar comiendo verduras cocidas obligado
por tu madre.
De
pronto empecé a sentir el sabor del dolor. Los pedazos de la presa bajaban lentamente
por mi tráquea enterrándose como clavos y perforándome todo el intestino. Parecía
como si me hubiera tragado un Puercoespín.
No
podía ni siquiera gritar del dolor intenso en mi estómago. No pude sostenerme
más y me tiré al suelo ya sin fuerzas. La sangre salía a chorros por mi boca,
pronto me inundé en un gran charco rojo.
Supe
que mi final estaba cercas, cerré los ojos y recordé varias escenas de mi
infancia en donde por las noches mis padres me leían El principito. A ellos siempre quise comérmelos pero no pasaría de
ser un sueño guajiro.
En
los últimos momentos de mi agonía abrí los ojos y observé detalladamente a mí
alrededor. Miré con tristeza mi pequeña biblioteca, mi conejo de peluche
sentado en la cama, mi juego de té, las fotos de mis padres, junto a la ventana
mi hermoso espejo roto… ¿Roto? ¡ROTOOO! ¡Diablos me había comido a mí misma! ¡Había
comido los pedazos engañosos de mi reflejo! Pedazos filosos y apetitosos que hablaban de mi gran gusto por la literatura y
mi paladar exigente.
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