lunes, 11 de julio de 2011

El oficio de tejer los cielos

Hiram Ruvalcaba

Dado que estoy ante ustedes representando a mis compañeros como alumno de un taller de literatura, dado que este día festejamos a los autores que han conseguido alcanzar con sus palabras un reconocimiento —una línea quizás—, en la escala de las letras de la que hablaba Kavafis, y, sobre todo, porque es parte de mi vocación, comienzo este breve discurso con el fragmento de una conferencia dictada por Donato Preciado, que consideré adecuado para la ocasión y que tiene que ver con el génesis de un texto literario.


“Cómo nace un texto. Esta única pregunta me ha atormentado desde siempre y, sin duda, es lo primero que acude a mí cuando decido que quiero escribir. Cómo nace un texto. Nace a partir de un sentimiento ineludible, quizás, de una verdad que sabemos y elegimos decir. Primero, esa verdad es pequeña, como cierto animal acurrucado, protegiéndose de la lluvia en un útero metafísico; pero si la alimentamos con desvelos, con lecturas, con anotaciones en letras pequeñas sobre un viejo cuaderno, con un profundo amor por la palabra, la idea empieza a ganar fuerzas, crece y con el tiempo ya es capaz de caminar por sí misma.

Sin embargo, por terrible que parezca, nunca sabemos a dónde habrá de conducirnos esa criatura. No sabemos si es agradecida o maligna: lo mismo puede lamer con afecto nuestros dedos que devorarnos sin piedad de un solo bocado. La verdad de la que nace un texto es una bestia que muerde la mano que la alimenta. Y el escritor debe aceptar esta posibilidad, y dar gracias sinceramente mientras su cuerpo es descarnado, porque de ese acto de sacrificio puede surgir una verdad fundamental.


Cómo nace un texto. Podemos pensar que, como dice Borges, nace a partir de una revelación, en el sentido más humilde del término. El autor sabe que algo está a punto de ocurrir, puede sentirlo. Y lo que ocurre de repente es el texto, que se libera como el estallido de una estrella oscura. Uno debe apresar esa revelación, y transformarla utilizando todos los medios posibles, como si se cincelara sobre el agua. Posteriormente, se plasmará sobre cualquier superficie legible, y se le añadirá, mutilará y remendará con esmero; pues el esmero es, dijera Pound, la única convicción moral del escritor.”


Esta mañana festejamos a esos seres que se atreven a alimentar la verdad. Poetas, narradores, ensayistas, saltimbanquis de lo ficticio, hombres y mujeres que se entregan a la palabra desinteresadamente; como locos, locamente enamorados de la imposibilidad, de lo invisible, del hermoso fantasma que es la literatura. Hombres y mujeres que escriben todos los días, como quería Isak Dinesen, sin esperanza y sin desesperación.

He vivido por años el paso de estos personajes por el taller literario, los he visto batallar a todos —en mayor o menor medida, con mayor o menor entrega, pero a todos los he visto batallar— en encontrar el punto exacto que los acerque a la belleza. Con estos años he comprendido que asistir a un taller literario es un acto de valentía, de aceptar que estamos enfermos de palabras y que la única curación posible es pasarlas a una hoja en blanco, liberarnos de su luz.


Pero también es un acto de humildad. El que asiste a un taller literario ha aceptado que su capacidad es limitada, que necesita aprendizaje y, sobre todo, que requiere de la ayuda de sus compañeros para encontrar su propia voz. Yo creo firmemente en la labor de cada uno de los que se acercan a mi verdad, creo firmemente que la harán crecer. Creo que el taller literario es la mejor herramienta a la que podemos aferrarnos nosotros los que, bajo el volcán, ejercemos el oficio de tejer y destejer los cielos.


En estos tiempos de pólvora y cuchillo, en estos días de guerra, el taller literario es fundamental, pues alimenta la mente de los hombres y las mujeres que eligieron el pensamiento sobre la navaja, y las guerras de hoy, como dijo José Saramago, se ganan con el pensamiento.


Ellos, los autores, saben que sus textos no los harán más felices, que no los harán más ricos, que no acercarán los favores de un hombre o de una mujer, no les conseguirán la gloria o asegurarán su futuro, no harán que regrese la persona amada, ni siquiera les facilitarán un descuento para entrar a un museo o a un cine. Ellos lo saben y aún así se entregan al acto de escribir, aún así aman la literatura, porque el amor a la literatura es necesario, indispensable para nosotros. Porque en este mundo, señoras y señores, hay dos clases de personas: los que aman la literatura y los que todavía se resisten a vivir.


Hoy festejamos a los compañeros del taller literario, y yo celebro con cada una de las letras que amo su presencia en este recinto. Ojalá que día con día les siga sonriendo la belleza.

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