lunes, 11 de julio de 2011

Señoras y señores:

Doctor Vicente Preciado Zacarías



Allá por los años cincuenta, hubo una edad de oro en la cultura de Ciudad Guzmán. Este movimiento generacional lo encabezaba un hombre de espíritu prometeico: daba todo a los demás hasta quedarse sin nada para sí mismo. Ángeles luminiscentes circuían su frente con raros resplandores. Era –y sigue siendo– el hombre más culto que ha tenido Zapotlán. Hablaba y escribía cinco idiomas y en su biblioteca se encontraban libros notables, algunos en ediciones príncipe, de todos los autores de fama mundial en sus idiomas y versiones originales. En esta biblioteca excepcional nutrió sus aspiraciones un joven espigado y nervioso que se llamaba Juan José Arreola.


Pues bien, este hombre bueno y sapientísimo era también un hombre patético: con pasos hipopotámicos transitaba y discurría por las calles de Zapotlán desde su hermosa casa –cantada en un soneto de J. J. Arreola– en la calle Colón esquina con la de Independencia, yendo a su único destino: dar clases de literatura en la Escuela Secundaria Benito Juárez. Como maestro, fue él el buen pastor que apasentó nuestro rebaño acogiéndolo en su majada, aprisco donde escuchó nuestros primeros balidos de adolescentes. Era también un hombre olvidadizo: nos llegaba al salón de clases con zapatos de un color diferente en cada pie, con la corbata torcida o anudada al revés y la bragueta de su pantalón siempre abierta. Pero ese hombre patético tenía una cualidad: poseía un alma de niño pues en su pecho latía la divina infancia del corazón. Ante la menor muestra por parte de nosotros de algo levemente matizado de cultura: la lectura de un pasaje literario, un poemita de unos cuantos versos mal medidos y peor rimados –muchas veces rayando en lo frívolo y hasta en lo cursi–, él se entusiasmaba, saltaba de gusto; su gran vientre de buda gimnosédico se agitaba en oleadas de risa sana, gozosa. Era un hombre eutrapélico. Recuerdo el día que publicamos un periodiquito titulado El Estudiante, que era apenas una media cuartilla doblada por la mitad con el papel más corriente, pero barato, que nos pudo fiar la imprenta, a los dos o tres muchachos que colaboramos en el panfleto, nos regaló libros, nos dio dinero y nos invitó al comedor de su hermosa casa provenzal a tomar una copita de cognac el cual bebimos frunciendo los labios, acompañándola con unas galletas Larín húmedas y con sabor a ropero viejo. Así, él liquidó su fortuna en dádivas y préstamos a muchos que nunca le pagamos.


Juan José le pagó en moneda de curso mundial: lo incluyó en su novela La Feria: Don Alfredo es Don Alfonso, el hombre culto de Zapotlán inculto que lucha por conservar los Juegos Florales y recibe en su casa a escritores de otros pueblos, entre los cuales llega un hombre de Sayula, quien empieza a brindar con cogñac a la salud de cada miembro del grupo cultural Tzaputlatena que lo ha invitado a dictar una conferencia y antes de que ésta se inicie, el de Sayula queda tirado debajo de la mesa. Ese personaje anecdótico es Juan Rulfo, del cual se venga Arreola en la medida que Rulfo nunca quiso a Zapotlán, y a veces, tampoco a Jota Jota.


Pues esa alegría sana, ese ancestral regocijo, esa pueril eutrapelia que invadía al maestro don Alfredo Velasco, debe asistirnos hoy que estamos en esta casa de cultura celebrando los trabajos y los triunfos del novísimo grupo de escritores y escritoras del ámbito cultural del Zapotlán de la primera década del segundo milenio. Otra posible Edad de Oro de la cultura del Sur de Jalisco.


Damián Covarrubias: un solo par de versos, el último, construido en peldaños por donde veo, como Jacob, subir y bajar hímnicos ángeles degollados, me hace sentir el soplo misterioso de la poesía cuando dice “… y el viento, escarcha tenue suspendida frente a tus ojos,


Traía


Silencioso


El alarido rencor de los muertos”.


Lizeth Sevilla: cuando dice: “Y vivo en el exilio de tu cuerpo/, de tus manos, / de tus silencios, / en un exilio imperecedero/ sin retorno, sin luz, sin ti,/ entre los escombros y cenizas,/ el humo y la noche,/ y construyo andamios y colmenas/ en mi regazo/ donde no duermes…” Los versos me trasladan –no sé por qué– a una ciudad bombardeada que conocí hace muchos años, con los muros quemados, las ventanas sin vidrios como órbitas vacías, y una iglesia tatuada por las sombras de la metralla. Era Berlín Oriental de 1960. Lo que yo sienta al leer este poema no importa, lo que importa es lo que la poesía me hace sentir. He ahí el misterio.


Me referiré brevemente al lote luminoso de “novísimos” del año 2011, que cubre la prosa, vale decir, el cuento, y donde figuran Yolanda Chávez Arroyo, Hiram Ruvalcaba y Gilberto Moreno, todos con excelentes textos. Pero uno de ellos se incorpora a mi emoción, al leerlo, remotas evocaciones, y la memoria de un ser que pobló de letras el mundo, mi mundo, para luego un día dejar de vivir dentro de mí hasta obligarme a repetir como Aristóteles: “Yo no soy dos veces yo”.


En el año 1968 me invitaron, directivos del Grupo Alquitrabe, a presentar un trabajo. Estaba de visita ocasional J. J. Arreola en la casa de sus padres. Acudí a él para que me corrigiera un texto de seis cuartillas escritas a máquina. Era una especie de parodia a “Le Petit Prince” de Antonio de Saint-Exupéry. Arreola examinó el texto, movió la cabeza y dijo: “la única manera de salvarlo es haciendo esto”, y con su pluma de tinta negra tachó todos los signos de puntuación. Yo me quedé absorto por no decir absorbido. Me explicó algo del correr de la consciencia que entonces, como ahora, entiendo pero no comprendo.


Veinte años después, en 1984, antes del temblor, me leyó dos veces en su casa el capítulo final del “Ulisses” de James Joyce. Y allí apareció el monólogo interno de Molly Bloom que comienza y termina con un sí afirmativo, pero exento de signos de puntuación. Otra vez me quedé absorto, pero más absorbido quedé cuando me leyó las sátiras de un escritor español del siglo de oro y que está injustamente olvidado: Francisco de Borja y Aragón , más conocido como Príncipe de Esquilache, quien fue virrey del Perú –de 1615 a 1621– donde fundó colegios e hizo de su palacio, Academia Literaria.


Arreola había accedido al Príncipe de Esquilache a partir de su íntima amistad en el FCE con el poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, experto dariísta y profundo conocedor de Esquilache. Basta pulsar en Google el nombre: poeta español Príncipe de Esquilache, para conocer un juicio que él presidía en la ciudad del Cuzco en 1620, apoyando a una indígena de sangre noble –la Coya Tomasa Iñaque– a quien la audiencia le acababa de decapitar a su esposo, el capitán español Alonso de Álvarez, por traición, y la viuda inca reclamaba el grado y bienes de su cónyuge. “Es una delicia leer estas actas, exentas totalmente de signos de puntuación, pues todo el texto es como el fluir de una corriente interna que te lleva de la mano como en una novela”. Eso decía Arreola.


Otro recuerdo-emoción. En 1993 la U de G convocó al concurso de cuento, a través de STAU de G. Con un cuento de once páginas escrito sin signos de puntuación, siguiendo la teoría del fluir del pensamiento interno, gané el primer lugar. Años después, cuando tuve la oportunidad de leer La amortajada de María Bombal, al ver acongojantes similitudes entre el cuento de la escritora chilena, todo escrito con puntuación normal, y el mío, sin puntuación alguna, el corazón me dio un vuelco. Tal vez por esa razón el día de la entrega del premio los participantes no ganadores, casi todos barbudos, con cabello largo, chonguito en la nuca y huaraches de horcapollo, alguno de traje y corbata, con miradas de “no sé qué tengo en los ojos que puros imbéciles veo”, me ignoraron y nadie se acercó a felicitarme.


Por esto y por mucho más, felicito a Yolanda Chávez por su texto, porque me hizo feliz durante su lectura, gracias por haberme despertado viejas emociones y secretas sonrisas, cuando ella escucha el ruido de las llaves, de alguien que “sólo por chingarle la vida se aparece y lo arruina todo”.


Pero no hay efecto sin causa. En este homenaje no debemos irnos a casa sin reconocer el mérito del maestro Ricardo Sigala Gómez, quien como un Sócrates lugareño ha modelado y modulado la materia de sus alumnos hasta convertirla en estatua, en estípite, en cariátide. Ha afinado las cuerdas cordales y cordiales del íntimo arpaje en el alma vibrante de sus alumnos. Ha trabajado costillas adentro de cada uno de ellos, desmadejando textos para mostrarles, a todas y a todos, la urdimbre sutil que anuda ideas o sobrepone perfiles de imágenes secretas en prosas y poesías. Gracias también a esta Casa de la Cultura, a sus dirigentes, profesor Samuel Villalvazo, por conservar esta lámpara encendida en medio de un mundo que camina hacia la oscuridad.


Si estuviera aquí don Alfredo Velasco con su figura hipopotámica, de seguro nos invitaría, todos en bola, a su hermosa casa de grandes ladrillos rojos en el pulido piso y soportales como arcos de luz, a tomar una copita de cogñac y galletitas húmedas comidas por los ratones.


Gracias a todo ustedes.

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