Hiram Ruvalcaba
A Miriam Guerrero, por el hubiera que sigue latiendo
“Líbranos, Señor,
de encontrarnos
años después
con nuestros grandes amores.”
de encontrarnos
años después
con nuestros grandes amores.”
“Oración”
Cristina Peri Rossi
“Entonces la mujer de Lot miró atrás,
a espaldas de él, y se volvió estatua de sal.”
a espaldas de él, y se volvió estatua de sal.”
Génesis 19:26
—¿Recuerdan a María?
—Ya sé por dónde va todo esto...
—Creía que íbamos a hablar de tu texto…
—Te conozco desde hace mucho y nunca has dejado de hablar de ella en cada ocasión que se te presenta…
—La amada de Dios…
—La misma. No se desesperen… Para hablarles del texto que vinieron a ver es necesario que les cuente algo sobre María.
Ah, éste es un buen vino. Para mí no es fácil confesarles este escrito, porque en verdad les digo que es la única revelación que he tenido. Cada vez que pienso en él, una luz palpable me llena las manos y los ojos y la boca. Es una sensación gloriosa e inexplicable… Y al mismo tiempo, me siento incapaz de mostrarlo ante ustedes. Temo profundamente las terribles consecuencias que podría traer y, de alguna forma, me parece que lo mejor es condenarlo al silencio. Esta mañana, al leerlo por ningunésima vez, sentí que había cometido un pecado. Se lo juro.
—…
—Pues ya que hemos venido desde tan lejos…
—… bien podríamos verlo.
—Lo sé, colegas. Y voy a dejar que lo vean. Pero antes, como les dije, debo hablarles de María, de la amada de Dios. Si no, nada de esto tendría ningún sentido.
Me acuerdo y no me acuerdo, y tengo miedo de acordarme, porque no sé si ustedes lo sepan, pero no hay nada más peligroso que mirar atrás: el pasado está siempre lleno de espejismos. Eso lo sé muy bien, pues viví en carne propia aquel proverbio antediluviano que dice que recordar, recordar en serio y con devoción, es morir. El que mira atrás corre el riesgo de ser alcanzado por una lengua de fuego…
Me acuerdo…
Me acuerdo de María, como recordaría cualquiera el retrato de un bosque en el espejo del agua.
María…
Hace algunos años me encontré con ella en cierta callejuela vibrante de nuestro pueblo…
—Nos habías dicho que jamás volviste a verla después de aquel asunto de la rosa.
—Lo sé. Eso les dije. Mentí.
—…
—…
—…
—¡Por favor! Ustedes saben que cuando la verdad es demasiado para nosotros el único escape que nos queda es la mentira.
Les digo que me encontré con ella hace algunos años. En aquella época, Elena se había marchado a la capital, lejos de los suyos: nuestro amor, me dijo, ya no era razón suficiente para estar juntos. La pobre se había cansado de mirarme todas las tardes sentado frente a una hoja en blanco, llorando, incapaz de hacer otra cosa. Como Elena se había ido y yo no tenía un trabajo fijo, me dio por vagar por la ciudad, en un intento desesperado por recolectar historias.
Cierta tarde, iba caminando lento y cabizbajo hacia mi casa, convencido de que jamás lograría terminar el libro de cuentos que pensaba escribir. Entonces, una fuerza impenetrable me hizo alzar la vista. Y la vi, vi a María paseando sus perros por la acera de enfrente: iba llena de gracia. No los voy a engañar, me quedé paralizado al verla; su imagen reflejaba toda la belleza de aquel abril transparente.
—Te acercaste a ella…
—Por supuesto que no. ¿Qué iba a decirle?: “Hola, ¿me recuerdas? Soy Hiram, el que te ama desde que éramos niños; el que te esperaba afuera de la escuela para regresar contigo a casa; el que te escribió cientos de poemas de amor en un cuaderno negro, poemas que jamás leíste, de los que nunca te enteraste; el que repetía tu nombre como una oración oscura para no sentirse solo; el que una vez te regaló una rosa y, cobarde, ya no te volvió a dirigir la palabra…”.
—Ah, la rosa…
—… sin porqué…
—¿Entienden por qué no podía acercarme? Necesitaba un pretexto inapelable para detenerme ante ella, y ese día no pude encontrar ninguno. Además estaba el pasado: ¿cómo no pensar en ese fantasma descomunal que era nuestro pasado? Me quedé quieto, temeroso, y traté de voltear hacia otra parte, pero no pude dejar de mirarla: era una herida en el corazón de los días. Por fortuna, ella no me vio. Consulté el reloj y me alejé del lugar. Eran las seis de la tarde.
Durante los siguientes días estuve planeando qué hacer, cómo hablarle, cómo vestirme. Contacté a viejos amigos comunes, después de años sin hablarles, sólo para preguntar si sabían algo de ella. No sé ya cuántas cosas hice en aquellos momentos para acercarnos, sólo recuerdo claramente que comencé a escribir: Primero, las letras salieron de mis manos como una hilera de termitas que iban devorando la hoja; después, se tornaron en un río de serpientes, una cauda incontenible. Ese encuentro me había devuelto la palabra.
Cuando hube urdido mi plan, volví a aquella calle a la misma hora, suponiendo que una rutina suya —que yo desconocía— o el destino mismo nos reunirían…
—¡Y ahí se encontraron!
—…
—…
—¿Se encontraron?
—En verdad tienen que decirme en donde consiguieron este tinto. Pues no, no nos encontramos. Pasaron días, semanas, y yo regresaba a aquel lugar, pero ella simplemente no aparecía. Pensé que nuestro encuentro estaba vetado por Dios.
—Qué lamentable…
—Qué injusto…
—… Una tarde líquida, después de quizás un año, la vi: era ella, la primera gota de lluvia que irrumpe en el páramo desolado. De nuevo me paralicé; por suerte, esta vez caminaba directo hacia mí. Conté los segundos, los pasos, los latidos que siguieron hasta que se detuvo (y quizás los había estado contando desde hacía muchísimos años, cuando una tarde la vi alejarse a otra ciudad inaccesible en el tiempo y pensé que ya no volvería a verla):
Nosotros, frente a frente, irrumpiendo en la imposibilidad de un instante. Abrió sus grandes ojos cafés, y con ellos las bóvedas de mi alma. Nos sonreímos y…
—¿Y…?
—Y lo demás es silencio.
Han pasado muchos años y ya no la he visto. Hace poco supe que se casó y que todavía es feliz en algún país distante, en una ciudad de nombre impronunciable. Yo regresé al lado de Elena, de mi amada Elena, y somos felices. Es misterioso que ahora, cuando ha pasado tanto tiempo desde aquel encuentro, haya sentido la necesidad de describirlo. Por eso surgió este texto, es una sola palabra…
—… Muéstralo…
—No podremos irnos sin haberlo leído.
—Lo sé, sé que tienen razón. Pero les advierto: hay cosas que nos están vetadas, cosas que le pertenecen a Dios y a sus seres. Nadie sabe qué puede suceder cuando las encontramos… Por eso les digo que no seré responsable por lo que ésta les provoque.
Beban un poco de vino, no sea que se sientan muy solos.
(…)
—Pero esto es… No puedo contener las lágrimas.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?
—Se lo advertí, Dios sabe que se lo advertí: qué peligroso es mirar atrás. Yo mismo apenas puedo soportarlo y por eso había querido mantenerlo en secreto.
Todavía en las tardes luminosas pienso en la piel de María a través de las sombras, la lejana rosa en el umbral de la escuela, el aroma bucólico que me llega a través de los sueños.
María… María… la amada de Dios…
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