Hiram Ruvalcaba
Zapotlán el Grande, 7 de agosto de 2012
Ha regresado agosto y con él se apagan los aleteos de las golondrinas. Las primeras lluvias han caído sobre Zapotlán y, si ponen atención, casi pueden escuchar un ríspido gorjeo, como si el agua nos fuera repitiendo hasta los huesos que el verano se está yendo, y hace ya más de un año que el verano no acaba de irse.
En estos primeros días del mes me he dado tiempo para pensar en el año que pasó, en el que aprendí la obligación de vivir el tiempo como se vive el acecho de un depredador despiadado. Comprendí también que el conteo de los años no empieza en enero (el Jano que protege el nacimiento de los calendarios). No. El conteo comienza en aquel día en que la vida cae sobre ti como un rayo, uno que te carcome el alma hasta los últimos adioses. En este mes, el más largo mes de mi vida, recuerdo también unos versos que Lenin Álvarez me compartiera hace exactamente 370 días: “Es agosto y duele agosto/ duele hablar de amor a los enfermos/ hablar de amor en los puentes/ con muchachas desconocidas”.
Siento el aroma de las muchachas en flor que pasan despavoridas por las calles de esta ciudad nublada. Las veo perderse en Zapotlán como dirigibles sin brújula que duelen en la punta de los dedos. Descubro que los días no pasan, que la vida no es el río que avanza hacia el mar insaciable, sino más bien un estanque en el que vamos dando vueltas, recorriendo las mismas cosas, lostsoulsswimming in a fishbowl. Y el estanque de vez en cuando calla.
Hace exactamente un año —perdón, les escribo exactamente a sabiendas de que esto es inexacto, quizás fue hace algunos meses, pero he preferido la contundencia de los adverbios— decidimos emprender este epistolario. ¿Lo recuerdan? Estábamos de pie ante un abismo, y como no pudiéramos saltarlo decidimos rellenar el fondo de palabras, pero las palabras están huecas, y nada pueden hacer ante ningún abismo; nos detuvimos, dimos vueltas por la orilla, vivimos la noche oscura del alma con el frío y la ausencia. (La ausencia que nos rodeaba, dijo Borges, “como la cuerda a la garganta,/ el mar al que se hunde”.)
No logro entender cómo se postergó tanto la primera carta. O quizás puedo entenderlo a medias: fueron los proyectos: acorralados, buscábamos proyectos que mantuvieran nuestro quehacer literario vivo, que nos hicieran recordar que había alguna gloria secreta velando por nuestro avance. Y así satisfacíamos nuestros dolores: sigue escribiendo, no importa tu pobreza; sigue escribiendo, no importa su abandono; sigue escribiendo, no importa que le reventara la vida en un cuarto solitario, el cuarto más solitario del mundo; sigue escribiendo, no importa que sientas las lenguas de fuego rumiando entre tus piernas; sigue escribiendo, porque escribir te dará la vida que no encuentras en los rostros de familiares, amigos, conocidos, que no adivinan la muerte debajo de tu sonrisa.
Aprendimos a vivir así, a rastras, añorando la vida de los otros, la serenidad de los otros, el sueño de los otros. Y vivimos la noche de los que dormían, y los comprendíamos como a un solo animal moribundo. Se nos olvidó, a todos, lo que decía el obsesivo Flaubert, que hay que tener cuidado con la tristeza, porque es un vicio. Hace exactamente un año que decidimos emprender esta epistolario, y parece que la ausencia era el tema perfecto para iniciarlo, dada la distancia que nos separa a todos actualmente. Y qué fácil es la ausencia.
Mentiría si dijera que los extraño, porque no se puede extrañar lo que se tiene al alcance de la letra. Pero quizás sí estoy arrepentido de haberme impuesto esta condición de isla desierta, y de haber permitido que el tiempo fuera ensanchando el mar que nos separa. Por eso les escribo, para decirles que no olvido, que el fantasma literario que arrastra nuestro arado no se ha detenido, que la ausencia sigue clavando sus garras pero no desangra este mínimo contacto que ahora nos une. Para decirles que no los olvido, aunque hayamos perdido la patria en manos de un partido inhumano, aunque sus rostros, los que conocí, se me van confundiendo con los rostros de la gente que cruzo a diario, aunque hayamos admitido la traición de amigos y de hermanos. No olvido porque amo.
Inicia agosto y con él la siega de las palabras que dejamos sembradas hace un año, aquellas palabras que descubrimos inútiles, de aquellos libros que —ya lo sabemos— no sirven para detener al verdugo o para conmover a la piedra. Les escribo para decirles que el tiempo nunca se detuvo, que el animal moribundo sigue vivo. Grito ante el mismo abismo que pasamos para reclamar su contacto. Ha llegado momento de despertar.
Suyo, febril.
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