(Mención honorífica del concurso
de cuento del CUSur)
Alejandro
Valdovinos
“Una
mañana frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía se
encontró transformado en una cucaracha…”.
Hablemos de escribir, hablemos de escribir como una
especie de miel que cae en las heridas y que a todos nos gusta, porque nos
sabemos hacer pendejos frente a las conclusiones idiotas que nuestros dedos
redactan.
Shakespeare lo hizo y también Roberto Gómez Bolaños.
Todos lo hacemos, lo que nos falta es el brillo de la realidad.
Creemos que tenemos la razón, o que nuestra voz
tiene algún valor, o tenemos una especie de sobrante en el contenedor de la
soberbia y a partir de ahí comenzamos con la lluvia de palabras que no podemos
abrazar en su totalidad. Palabras que pesan más cuando se leen que cuando se
escriben –y nos hacemos los pendejos-, somos el agua que fluye libre creyendo
que caerá al campo y nunca descubre que los ríos ya están dibujados y van sin
prisa al mar, siempre sin prisa al mar. No somos nada más que ego y
condensaciones del pensamiento que queremos que suceda, pensamiento puro y nada
más, no verbo, que nos da miedo.
Entonces, alguien dice “vale, ya está hecho el
Quijote y yo me parto de risa. Escribiré Cien años de soledad en lo que la sopa
está lista”. Y come sopa, come dos platos de sopa y le pone mucho queso, poca
sal, usa siete servilletas y se rasca las nalgas cuando termina, se va a su
cuarto, enciende la luz, se sienta frente a su máquina de escribir y sólo brota
una línea que parece pija. Se va de la habitación, habla con su mujer, quien lo
pone en su lugar, hace que se vea como es, “y así el Coronel Aureliano Buendía,
frente al pelotón de fusilamiento, descubrió que siempre había sido una cucaracha”.
Su mujer le devuelve la humanidad que frente a las
teclas suele abandonarlo. Se rasca las nalgas otra vez, camina hacia la tienda,
pide una pepsi, intenta recordar el sabor de la coca cola y el por qué la odia
tanto.
-Al Che le gustaba, después de todo –le dice al
tendero, refiriéndose a la coca cola, por supuesto.
Nadie le hace caso, nadie le responde. Sale y bebe
su refresco de vidrio frente a la zanja vacía, junto al árbol que se bate día a
día para seguir vivo en un lugar donde nadie se preocupa por su frondoso ser,
“y yo les pago con mi sombra”, pensó que pudo haber dicho el árbol, aquel.
–Iré a escribirla –se dice a sí mismo, esta vez se
la cree realmente.
Camina hacía su habitación que está en las
penumbras, pero no sabe cómo iniciar, sabe que el final será una vuelta al
principio sin ellos, sin los que iniciaron todo. Será lo que siempre ha sido el
mundo cuando uno no está, lo que es el salón de clases mientras estás en el
baño, lo que es la escuela cuando tienes diarrea y te quedaste en tu casa a ver
los programas de horóscopos. Será lo que es el mundo mientras te masturbas solo
y triste en una habitación con la puerta y cortinas cerradas.
–Es una buena idea para explotarla, tanto como los
ingleses lo hicieron con África.
–Comenzó como un cuento corto, piensa, se enciende
un cigarro, lo apaga–. Lo estoy dejando, lo estoy dejando. La novela, la novela
–se repite y clava la mirada en el ángulo de noventa grados, en la intersección
del techo con la pared, campo fértil para telarañas y sueños atorados,
seguramente algo habrá olvidado ahí.
“Hace muchos años, cuando las cosas aún no tenían
nombre y había que señalarlas con el dedo, el coronel Aureliano Buendía estaba
parado frente eso”.
–No, no, las cosas siempre han tenido nombre. Una
vez leí a Borges –se acuerda–. Una vez creí haber sido el único humano que leyó
a Borges. Ojalá lo hubiera entendido. Ojalá lo entendiera hoy –golpea su cabeza
y piensa en las cualidades de lo divino en silencio, para que ni Dios lo
escuche, pues se avergonzaría de las tonterías en las que piensa, o piensa
estar pensando.
“En un lugar de Colombia, cuyo nombre me da pereza
recordar…”
–No, no, no. Nadie captará el chiste porque es una
copia torpe que no causa gracia… mierda, necesito un cigarro –pero ya no hay,
los tiró todos hace una hora. Desde hace diez años se había prometido dejarlo.
Se levanta de su silla, da tres vueltas de la cama a la puerta, piensa en su
mujer, piensa por qué la ama tanto, piensa en cómo duele respirar cuando ella
decide enrarecer el aire con su desprecio, o cuando se va al supermercado a
comprar la merienda y lo deja solo por un par de horas, como un perro
abandonado por su sueño –y le sigue doliendo su ausencia –piensa en su vida sin
su vida. No quiere estar lejos de ella. Sale del cuarto, y la encuentra: ella
está limpiando la cocina. No le dice nada, prefiere tomarla firmemente de la
cintura, para respirar suave y cálidamente por la nuca, la besa, ella se ríe y
trata de quitárselo de encima.
–¡Tate quieto, cabrón! –intenta no reírse, pero no
es eso lo que le dicta el tono de su voz.
Siempre le ha parecido que él es gracioso cuando
está excitado y no se toma la molestia de disimularlo, pero le basta una
caricia en la entrepierna para dejarse sumergir en el mar de deseo que la llevó
a encallar a sus costas hace ya tantos años, una playa de arena de dudosa
calidad, pero sólo ahí se había sentido en casa, aunque la arena caliente le
quemara las plantas de los pies, y también esté llena de vidrios rotos de
viejas botellas bastardas, que parece que nunca terminará de limpiar, y aun así
no planea abandonar ese lugar jamás.
Él no habla. Ella sólo piensa en no pensar, sólo
quiere dejarse llevar por la corriente que la envuelve, que la moja y que la
hace sentir como en el vientre de su madre otra vez.
–No pienses en tu madre ni en tu padre, ámalo por
quien es, no pienses en tu madre ni en tu padre, ámalo por quien… ¡ah! –y
comienza a no pensar en vez de distraerse pensando en no pensar.
Y van dulces, las embestidas tras embestidas. Él,
extasiado en amor hacia ella, ella fundida en el momento, en el separador de
páginas que usa en el libro de su vida, en su cabello gris, en el bigote espeso
y añejo, en el café de la mañana, en la sonrisa, el cepillo de dientes, la
mucama, en sus hijos, el estofado de ayer, en el de mañana, en las vecinas, la
carrera, la silla rota, la crisis, todas esas cosas. Y también en la lotería,
la anhelada idea de lotería, que tanto se empeña por mantenerse en sus vidas.
Terminan. Toma la cara de su esposo y besa su boca
lentamente, sin prisa por morir ni ganas de seguir viva. Sonríe mientras se
aleja, comienza a silbar y sigue limpiando la cocina. Su esposo se sienta en el
piso y cierra los ojos, se acuesta de lado, toma posición fetal y duerme en el vitriopiso,
que huele a limpio y que sabe a flor de plástico. No resulta tan desagradable
como pareciera.
Ella lo adora. Pero está tan desprotegida que
prefiere centrar su atención en las manchas de los vasos, en el olor rancio de
los contenedores de plástico, en el piso que nunca quedará limpio, en sus
dientes, en sus lentes, sus manos lentas y torpes que siempre saben dónde
acariciarla, su boca que conoce qué
palabras susurrarle al oído y cómo verla para sentirse desarmada y sin
complejos, desnuda del alma, como quien se acaricia el cabello frente al
espejo.
Si la mañana hubiera sospechado la escena que
presenciaría, que los encontraría a los dos acostados en la cocina envueltos
entre cobijas imaginarias, habría demorado en llegar, pero como es una dama
indiscreta, anuncia su aparición con clarinetes de luz que se cuelan a través
de las cortinas, para ver qué con quién, por dónde y cómo. Indiscreta y morbosa
luz ¿no te avergüenzas?
Se despierta por las cosquillas que siempre le ha
causado su rizado cabello y cuando lo
siente en la nariz abre los ojos, sonríe y le besa la frente. Se levanta y va
su habitación, se sienta frente a la máquina y se prepara, pues va a escribir.
“Detrás del pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía recuerda lo bien que se sentían envuelto en el calor de las
piernas de su mujer…”
–No, no. Un hombre que condena a alguien a morir no
piensa en… –la idea cayó como rayo, lo partió y paralizó al instante. Se dejó
llevar por la corriente y fue un pez en el río, un delfín en el mar, fue el
esposo en su casa. El pájaro en una jaula de la que no pretende ni quiere
escapar. Pues se acordó de su mujer.
No había nada que escribir ¿para qué se hacía
pendejo?
Se puso de pie, regresó a la cocina donde aún estaba
su esposa acostada, y la despertó con un beso cálido. Se preparó para hacerle
el amor durante toda la vida, pues era lo único que sabía hacer bien. Y ella,
sorprendida, supo cómo agradecerle de la misma manera, pues dejó de preocuparse
por las manchas de los vasos, por el olor rancio de los contenedores de
plástico, por el piso que nunca quedará limpio, por sus dientes, por sus
lentes. Ahora sólo pensaba en sus manos lentas y torpes que siempre saben dónde
acariciarla, su boca que conoce qué palabras susurrarle al oído y sus ojos, que
saben cómo verla para sentirse desarmada y sin complejos, desnuda del alma,
como quien se acaricia el cabello frente al espejo.
Soft and smooth
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