lunes, 26 de mayo de 2014

El amor en tus tiempos, culera

(Mención honorífica del concurso de cuento del CUSur)


                                                     Alejandro Valdovinos

“Una mañana frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía se encontró transformado en una cucaracha…”.

Hablemos de escribir, hablemos de escribir como una especie de miel que cae en las heridas y que a todos nos gusta, porque nos sabemos hacer pendejos frente a las conclusiones idiotas que nuestros dedos redactan.




Shakespeare lo hizo y también Roberto Gómez Bolaños. Todos lo hacemos, lo que nos falta es el brillo de la realidad.

Creemos que tenemos la razón, o que nuestra voz tiene algún valor, o tenemos una especie de sobrante en el contenedor de la soberbia y a partir de ahí comenzamos con la lluvia de palabras que no podemos abrazar en su totalidad. Palabras que pesan más cuando se leen que cuando se escriben –y nos hacemos los pendejos-, somos el agua que fluye libre creyendo que caerá al campo y nunca descubre que los ríos ya están dibujados y van sin prisa al mar, siempre sin prisa al mar. No somos nada más que ego y condensaciones del pensamiento que queremos que suceda, pensamiento puro y nada más, no verbo, que nos da miedo.

Entonces, alguien dice “vale, ya está hecho el Quijote y yo me parto de risa. Escribiré Cien años de soledad en lo que la sopa está lista”. Y come sopa, come dos platos de sopa y le pone mucho queso, poca sal, usa siete servilletas y se rasca las nalgas cuando termina, se va a su cuarto, enciende la luz, se sienta frente a su máquina de escribir y sólo brota una línea que parece pija. Se va de la habitación, habla con su mujer, quien lo pone en su lugar, hace que se vea como es, “y así el Coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, descubrió que siempre había sido una cucaracha”. 

Su mujer le devuelve la humanidad que frente a las teclas suele abandonarlo. Se rasca las nalgas otra vez, camina hacia la tienda, pide una pepsi, intenta recordar el sabor de la coca cola y el por qué la odia tanto.
-Al Che le gustaba, después de todo –le dice al tendero, refiriéndose a la coca cola, por supuesto.
Nadie le hace caso, nadie le responde. Sale y bebe su refresco de vidrio frente a la zanja vacía, junto al árbol que se bate día a día para seguir vivo en un lugar donde nadie se preocupa por su frondoso ser, “y yo les pago con mi sombra”, pensó que pudo haber dicho el árbol, aquel.

–Iré a escribirla –se dice a sí mismo, esta vez se la cree realmente.

Camina hacía su habitación que está en las penumbras, pero no sabe cómo iniciar, sabe que el final será una vuelta al principio sin ellos, sin los que iniciaron todo. Será lo que siempre ha sido el mundo cuando uno no está, lo que es el salón de clases mientras estás en el baño, lo que es la escuela cuando tienes diarrea y te quedaste en tu casa a ver los programas de horóscopos. Será lo que es el mundo mientras te masturbas solo y triste en una habitación con la puerta y cortinas cerradas.

–Es una buena idea para explotarla, tanto como los ingleses lo hicieron con África.
–Comenzó como un cuento corto, piensa, se enciende un cigarro, lo apaga–. Lo estoy dejando, lo estoy dejando. La novela, la novela –se repite y clava la mirada en el ángulo de noventa grados, en la intersección del techo con la pared, campo fértil para telarañas y sueños atorados, seguramente algo habrá olvidado ahí.
“Hace muchos años, cuando las cosas aún no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo, el coronel Aureliano Buendía estaba parado frente eso”.

–No, no, las cosas siempre han tenido nombre. Una vez leí a Borges –se acuerda–. Una vez creí haber sido el único humano que leyó a Borges. Ojalá lo hubiera entendido. Ojalá lo entendiera hoy –golpea su cabeza y piensa en las cualidades de lo divino en silencio, para que ni Dios lo escuche, pues se avergonzaría de las tonterías en las que piensa, o piensa estar pensando.
“En un lugar de Colombia, cuyo nombre me da pereza recordar…”

–No, no, no. Nadie captará el chiste porque es una copia torpe que no causa gracia… mierda, necesito un cigarro –pero ya no hay, los tiró todos hace una hora. Desde hace diez años se había prometido dejarlo. Se levanta de su silla, da tres vueltas de la cama a la puerta, piensa en su mujer, piensa por qué la ama tanto, piensa en cómo duele respirar cuando ella decide enrarecer el aire con su desprecio, o cuando se va al supermercado a comprar la merienda y lo deja solo por un par de horas, como un perro abandonado por su sueño –y le sigue doliendo su ausencia –piensa en su vida sin su vida. No quiere estar lejos de ella. Sale del cuarto, y la encuentra: ella está limpiando la cocina. No le dice nada, prefiere tomarla firmemente de la cintura, para respirar suave y cálidamente por la nuca, la besa, ella se ríe y trata de quitárselo de encima.

–¡Tate quieto, cabrón! –intenta no reírse, pero no es eso lo que le dicta el tono de su voz.
Siempre le ha parecido que él es gracioso cuando está excitado y no se toma la molestia de disimularlo, pero le basta una caricia en la entrepierna para dejarse sumergir en el mar de deseo que la llevó a encallar a sus costas hace ya tantos años, una playa de arena de dudosa calidad, pero sólo ahí se había sentido en casa, aunque la arena caliente le quemara las plantas de los pies, y también esté llena de vidrios rotos de viejas botellas bastardas, que parece que nunca terminará de limpiar, y aun así no planea abandonar ese lugar jamás.

Él no habla. Ella sólo piensa en no pensar, sólo quiere dejarse llevar por la corriente que la envuelve, que la moja y que la hace sentir como en el vientre de su madre otra vez.

–No pienses en tu madre ni en tu padre, ámalo por quien es, no pienses en tu madre ni en tu padre, ámalo por quien… ¡ah! –y comienza a no pensar en vez de distraerse pensando en no pensar.

Y van dulces, las embestidas tras embestidas. Él, extasiado en amor hacia ella, ella fundida en el momento, en el separador de páginas que usa en el libro de su vida, en su cabello gris, en el bigote espeso y añejo, en el café de la mañana, en la sonrisa, el cepillo de dientes, la mucama, en sus hijos, el estofado de ayer, en el de mañana, en las vecinas, la carrera, la silla rota, la crisis, todas esas cosas. Y también en la lotería, la anhelada idea de lotería, que tanto se empeña por mantenerse en sus vidas.

Terminan. Toma la cara de su esposo y besa su boca lentamente, sin prisa por morir ni ganas de seguir viva. Sonríe mientras se aleja, comienza a silbar y sigue limpiando la cocina. Su esposo se sienta en el piso y cierra los ojos, se acuesta de lado, toma posición fetal y duerme en el vitriopiso, que huele a limpio y que sabe a flor de plástico. No resulta tan desagradable como pareciera.

Ella lo adora. Pero está tan desprotegida que prefiere centrar su atención en las manchas de los vasos, en el olor rancio de los contenedores de plástico, en el piso que nunca quedará limpio, en sus dientes, en sus lentes, sus manos lentas y torpes que siempre saben dónde acariciarla,  su boca que conoce qué palabras susurrarle al oído y cómo verla para sentirse desarmada y sin complejos, desnuda del alma, como quien se acaricia el cabello frente al espejo.

Si la mañana hubiera sospechado la escena que presenciaría, que los encontraría a los dos acostados en la cocina envueltos entre cobijas imaginarias, habría demorado en llegar, pero como es una dama indiscreta, anuncia su aparición con clarinetes de luz que se cuelan a través de las cortinas, para ver qué con quién, por dónde y cómo. Indiscreta y morbosa luz ¿no te avergüenzas?

Se despierta por las cosquillas que siempre le ha causado su rizado cabello  y cuando lo siente en la nariz abre los ojos, sonríe y le besa la frente. Se levanta y va su habitación, se sienta frente a la máquina y se prepara, pues va a escribir.

“Detrás del pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recuerda lo bien que se sentían envuelto en el calor de las piernas de su mujer…”

–No, no. Un hombre que condena a alguien a morir no piensa en… –la idea cayó como rayo, lo partió y paralizó al instante. Se dejó llevar por la corriente y fue un pez en el río, un delfín en el mar, fue el esposo en su casa. El pájaro en una jaula de la que no pretende ni quiere escapar. Pues se acordó de su mujer.
No había nada que escribir ¿para qué se hacía pendejo?


Se puso de pie, regresó a la cocina donde aún estaba su esposa acostada, y la despertó con un beso cálido. Se preparó para hacerle el amor durante toda la vida, pues era lo único que sabía hacer bien. Y ella, sorprendida, supo cómo agradecerle de la misma manera, pues dejó de preocuparse por las manchas de los vasos, por el olor rancio de los contenedores de plástico, por el piso que nunca quedará limpio, por sus dientes, por sus lentes. Ahora sólo pensaba en sus manos lentas y torpes que siempre saben dónde acariciarla, su boca que conoce qué palabras susurrarle al oído y sus ojos, que saben cómo verla para sentirse desarmada y sin complejos, desnuda del alma, como quien se acaricia el cabello frente al espejo.

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