Enrique Fajardo
Cortázar se encontraba en un apartamento que contenía
pocas cosas interesantes, una puerta que estaba estancada por un armario, una
ventana privilegiada que daba vista a la calle afrancesada, una silla y un
escritorio, y en las paredes de la habitación, listones rojos que adornaban el
lugar, haciéndolo parecer sangre infectada. Cortázar había estado rondando en
esa habitación por horas y horas… tenía algo que decir, o más bien, escribir,
pero algo le estorbaba en su garganta. Pensó que era el frenillo disléxico que
siempre tuvo (aquel que le daba el tono de acento francés), lo que le estorbaba
en la garganta, pero no era eso. Sentía una obstrucción y una picazón.
Necesitaba decirle lo que él sabía de ella. Miró a todas partes para encontrar
su máquina de escribir, pero sólo encontró un lápiz… debía entonces buscar el
papel.
En la habitación, se
escuchaba un palpitar, como de reloj, lo cual le resultaba tremendamente
molesto a Cortázar. Trató de no darle importancia a eso y siguió buscando
papel. Abrió entonces el armario que estancaba a la puerta y vio un montón de
periódicos donde los encabezados tenían el nombre de Emanuel. Fue entonces que
volvió a sentir esa obstrucción en su garganta y comenzó a vomitar encima de
los periódicos un lagomorfo de color blanco, el cual al caer sobre los
periódicos, sacudió sus orejas y seguidamente su cuerpo. Con el movimiento se
dejaron caer unas letras sobre los ya mencionados periódicos y éstas formaron
la palabra “culpa”. Cortázar cerró la puerta del armario.
Se dirigió a al
escritorio, se sentó en la silla, se puso sus grandes lentes, puso el lápiz en
su mano y se dispuso a escribir, no sin antes mirar por la ventana y observar
la lejana París.
“Querida Carol…
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