Cuento ganador del VI Concurso de Cuento, La Jirafa.
César
Anguiano
“Acuérdate
mi amor que no debes masticar la hostia. Eso sería como masticar a Dios –le
dice su tía, al tiempo que le acomoda el velo de su traje blanco-. Tu madre
dijo que venía, pero no te hagas muchas ilusiones. Venga o no, tú debes estar
feliz; acuérdate que recibirás el cuerpo de nuestro señor Jesucristo”.
Estela cierra los ojos y trata de
imaginar cómo será recibir por primera vez a Jesús. Recuerda las ansias, el
gusto con el que su madre recibía el cuerpo de los hombres cuando vivían en
Tecomán y se pregunta si sentirá lo mismo, si pondrá en blanco los ojos y se
morderá los labios hasta sacarse sangre. “Cuando
tengas trece años, recuérdalo, tendrás a tu primer hombre”, le había dicho
ella cuatro años atrás. Y ese día había llegado. Se lo había imaginado muchas
veces: ella con un ligero vestido de amplio vuelo, para que ni siquiera hubiera
necesidad de quitárselo cuando llegara el momento. El que su tía le ha puesto,
en cambio, es uno pesado, de encaje y con doble forro. La hermana de su madre
también le ha recogido el pelo, y le ha hecho un apretado racimo de bucles en
la nuca. Sobre éstos es que su tía le ha puesto el velo. Las pantimedias le
causan escozor en las piernas.
Quisiera quitarse todo: los
encajes, las medias, deshacerse el peinado pero se queda quieta. Quiere ser
buena con su tía. Ella la ha cuidado en los últimos tres años; la ha enviado a
la escuela, le ha comprado ropa nueva y enseñado a rezar. Tiene que ser agradecida.
Aunque eso no impide que continúe pensando en su madre, en la vida emocionante
y libre que había llevado con ella.
Su tía la ha salvado del el
orfanatorio -no debe olvidarlo-, de una vida oscura y terrible entre extraños. Por
eso tiene que callarse y respetar la emoción con que la hermana de su madre le
habla de su vestido de primera comunión.
Pero ella no deja de pensar en su
madre. Si ha podido soportar la vida con su tía es gracias a la esperanza de
que la mujer que la trajo al mundo venga a rescatarla. Tiene unos deseos
enormes de verla entrar por la puerta, de que la tome de la mano y se la lleve
lejos, por fin.
Si no hubiera sido por las vecinas estúpidas de
Tecomán ella y su madre jamás se habrían separado. Si ese montón de mujeres la
despreciaban, ¿por qué habían fingido preocuparse por ella? Las chismosas
habían ido en grupo hasta las oficinas del DIF a decir todos los malos ejemplos
que estaba recibiendo. Como si ella no supiera ya lo que deseaba, como si ella
no quisiera estar grande para obtener todo ese poder que su madre tenía sobre
los hombres. Esas, las mismas mujeres que no la invitaban a las piñatas de sus
hijos, que no le permitían entrar a sus casas, que no le invitaron nunca nada
de comer, habían fingido que se preocupaban sólo para separarlas.
Aunque algo le dice que después
de tres años verá de nuevo a su madre.
-
Quedaste preciosa. Vas a ser la más bonita de la iglesia. Aunque ven –le dice
su tía-. Vamos a la cocina, déjame ponerte un poquito de limón en el cabello
para fijarte los pelitos que te quedaron sueltos.
Ella se deja llevar y atraviesan el
viejo corredor, entran a la cocina con techos altos de teja.
-
¡Ya! Qué hermosa quedaste. Y ahora ven. Siéntate un poquito en el corredor. Te
pondré el ventilador para que no sudes. Todavía falta media una hora para que
salgamos a la iglesia.
–
¿Le llamaste a mi mamá? –le pregunta una vez que ha tomado asiento junto a la
columna que sostiene la enorme buganvilia del jardín.
–
Si –le responde su tía.
-
¿De verdad? ¿Le llamaste?
–
Ya te dije que sí. Me prometió que haría todo lo posible por venir. De todos
modos ya te dije que tienes que estar contenta. Y ahora quédate quieta para que
no sudes.
Estela se queda mirando los
enormes racimos de flores de la buganvilia. Le gusta esa planta, aquella casa
vieja, fresca y amplia, tan diferente a la que había compartido con su madre.
¿Por qué no habían sido ella y su progenitora quienes se quedaran con la
propiedad? Cierra los ojos y trata de no pensar en nada. La brisa del
ventilador le hace olvidar por momentos que está envuelta en varias capas de
tela.
Recuerda la época en que podía
andar con un simple camisón sin mangas; lo agradable que era correr en la tarde
con sus amigos sin tanta ropa estorbándole. Ellos apenas vestían un short holgado
y una camiseta dos o tres tallas más grande que la que necesitaban, pero nunca
habían sentido que fuesen mal vestidos. Qué feliz había sido con su madre, con
los amigos de antaño, aunque no pudiera ir a sus fiestas de cumpleaños.
–
Vámonos mi amor. O llegaremos tarde –dice su tía, saliendo de su cuarto con un
viejo aunque bien conservado vestido negro de satín.
-
¿No vamos a esperar a mi mamá?
–
No podemos. No sabemos si va a venir. O a lo mejor ya nos está esperando en la
iglesia. No sé. Te dije que debes estar contenta. No vas a amargarte el día
esperándola.
-
¿Pero sí le llamaste?
–
Claro que le llamé. Ya sabes que yo no digo mentiras. Ponte de pie. Vamos.
La iglesia está casi llena con
todos los familiares de los niños que harán la primera comunión. Las niñas
ocupan las dos primeras filas de la izquierda, frente al altar, y los varones,
las de la derecha. A ella le toca adelante y siente un poco de vergüenza de ser
la más alta. Hace tres o cuatro años que debió haber hecho la primera comunión,
pero su madre jamás se había preocupado por eso. Su tía se había enojado mucho
cuando se enteró, dos años después de que llegara a vivir con ella, de que no
había comulgado nunca. “!Qué pecado, dios mío! ¡Qué pecado tan grande!”, había
exclamado. “!Dejar crecer a los niños como animalitos!”.
Ella no dijo nada, pero se había
recordado a sí misma corriendo descalza sobre la tierra suelta, bañándose en el
mar, jugando a la roña con sus amigos, y se preguntó si eso era crecer como
animalito.
Siente la frente cubierta de
sudor y se pasa el pañuelo blanco que su tía le había dado justo antes de
entrar a la iglesia. Las niñas más pequeñas, a su lado, se ven frescas y
sonrientes. No hacen sino observar el altar, maravilladas de tanto brillo.
Su corazón es un nudo de
esperanza y desilusión. Le hace feliz pensar que su madre está ahí, que verá
cómo recibe por primera vez el cuerpo de Cristo. Está ansiosa por recibir a
Dios dentro de ella. Presiente un temblor, una huida de sus pupilas hacia
arriba. Aunque estará lista para cerrar los ojos; nadie debe notar el placer
que le provoca recibir la hostia, quedarse a solas con Jesús, encerrados ambos
detrás de sus párpados.
Algunos fotógrafos disparan sus
flashes contra ellos, los primerocomulgantes.
Algunos sonríen a las cámaras, pero ella permanece quieta; si va a quedar una
foto de aquel mediodía, debe ser una imagen donde esté seria, consciente de la
gravedad del momento. O quizá lo que desea es una foto donde salga triste, una
foto que haga arrepentirse a su madre por haberla dejado.
El sacerdote tarda en salir pero,
como ella no sabe si su madre está ya en la iglesia, piensa que es mejor así,
que la ceremonia tarde en iniciar. No puede comenzar sino cuando la mujer que le
dio la vida esté en el templo.
Sin poder contenerse, mira
atentamente hacia atrás, cree que al fin descubrirá a su madre, pero aparte de
un montón de rostros extraños, a la única que distingue es a su tía mirando
seria el altar.
Casi enojada vuelve a mirar hacia
adelante y se encuentra con el cuerpo lastimoso y blanco de Jesús, colgando en
el madero. Se imagina ese cuerpo herido pero sin el taparrabo. Se lo imagina
bajando de la cruz y acercándose a ella así, desnudo. ¿Podría él entrar en su
cuerpo con todo el montón de ropa que su tía le había puesto encima? Muchas
veces había visto hombres desnudos en el cuarto de su madre. Hombres tímidos
que no se quitaban la ropa sino en el último momento. Pero también había visto
hombres hermosos, seguros de sí mismos, orgullosos de su fortaleza y de
exhibirse sin tapujos. Recuerda a su madre observándolos arrobada, cubierta de
sudor, tratando de robarles con la mirada algo que no estaba en la piel ni en
el cuerpo de aquellos hombres, sino algo quizá en su manera de andar, de tomar
la botella de cerveza o el cigarrillo.
Cuanta fuerza había en su madre
luego de esas uniones con hombres extraños y fuertes. Porque no siempre eran
hermosos, pero todos eran fuertes; cortadores de limón, o ganaderos de ojos
azules de Michoacán, o narcos que venían hasta la ciudad a hacer sus compras
importantes o a atender sus negocios.
Vuelve a mirar hacia atrás y observa el rostro de su tía.
Siente lástima por ella. Está segura que las dos o tres hostias que recibe al
mes en su cuerpo son nada, menos que nada si se comparan con lo que uno solo de
aquellos hombres pueden hacer sentir a una mujer en una sola noche.
De pronto se le ocurre que su
madre no vendrá, que su vida será en adelante idéntica a la que lleva su tía
solterona, que terminará flaca y seca como ella. La invade el miedo; no quiere
una existencia así.
“Buenas
tardes, hermanos –dice el sacerdote, quien ha aparecido junto al altar sin que
ella se dé cuenta-. Vamos a dar inicio a nuestra ceremonia. Hoy es un día muy
especial para todos estos niños…”.
Estela siente que un
estremecimiento le recorre el cuerpo y vuelve a recordar las palabras de su
madre: “Cuando tengas trece años, conocerás a tu primer hombre”.
Sus senos incipientes se
endurecen. Recuerda los jadeos en aquel cuarto lejano; el aleteo, como de
pichones alzando el vuelo. Y luego ella abandonando la cama, acercando el
rostro, mirando entre las rendijas que dejaban las viejas tablas de pino. Y
aquellos hombres fuertes, morenos y bajitos, o pálidos y altos. Hombres
hermosos como estatuas, o cubiertos de vello y de gran vientre. Penes gordos,
torcidos, delgados. Rectos y grandes como una linterna de mano. Su madre le
había prometido todo eso, la había dejado que mirara todo lo que quisiera
detrás de las tablas, perfectamente convencida de que ella no necesitaba nada
sino mirar para aprender todo lo que hacía falta en el oficio.
Siente que su entrepierna se
humedece. Por una vez se alegra de toda la ropa que lleva encima, que los
calzones y las medias vayan atrapar cualquier líquido que escape de cuerpo.
Vuelve a limpiarse la frente.
Se pregunta por enésima vez si su
tía ha llamado a su madre; si ella sabe que en ese momento está haciendo su
primera comunión. A veces, sobre todo en las noches en que no puede conciliar
el sueño, se deja ganar por el miedo. Cree que su tía la protege sólo para su
propia conveniencia, que jamás la dejará partir y la mantendrá encerrada hasta
la vejez, sin permitirle conocer nada de lo que significa vivir.
“¿Qué
le había impedido a su tía tener amantes, casarse?” –se pregunta.
“…porque
él, siendo Dios todopoderoso, hijo de Dios, quiso nacer convertido en hombre;
mostrarse desnudo y cubierto de llagas ante nosotros”.
Se niega a creer que su madre la
haya olvidado. Está casi segura de que está ahí, escuchando como todos lo que
dice el sacerdote. Al final de la misa vendrá a abrazarla, a felicitarla.
“…y
ahora les pedimos ponerse de rodillas. Va a empezar el momento más sagrado de
nuestra celebración. El momento en que el pan y el vino, se transforman en el
cuerpo y la sangre de nuestro señor…”.
Estela, igual que prácticamente
todos los asistentes, se arrodilla. Cierra los ojos.
Está cada vez más acalorada. Está
anhelante. Durante cuatro años ha soñado con ese momento, o con uno
prácticamente igual en que conocería a su primer hombre. Lamenta que tenga que
ser a la manera de su tía y no a la de su madre, pero algo es mejor que nada, se dice. Cristo está a punto de
encarnarse para penetrar en su cuerpo.
Por alguna razón, recuerda la
ocasión en que su madre atendió tres franceses en su casa. Tres hombres muy
diferentes entre sí; uno rojo, el otro blanco y el último negro. Habían venido
a la ciudad a comprar mango al por mayor para enviarlo a su país. En un
principio parecía que sólo beberían y charlarían con su madre.
Ella se había cansado de mirar
detrás de las tablas y había terminado por volver a la cama y quedarse dormida.
Una hora después, los quejidos de
placer de su madre la despertaron. Ella había estado a punto de quedarse donde
estaba, tratando de dormir de nuevo, pero se acordó que aquella noche su madre atendía
a tres hombres y algo más fuerte que ella la impulsó a levantarse. O fue tal
vez que había algo inédito en los gritos ahogados de su madre, lo que la decidió
a ponerse de pie.
Al día siguiente había fingido
que no había visto nada, que no se había asombrado de ver a su madre de
espaldas en la mesa, rodeada de los tres franceses desnudos. El más pequeño de
ellos, el rojo, estaba poseyéndola en ese momento, mientras los otros dos, el
negro y el blanco, observaban atentamente y manipulaban sus propios miembros
enormes aguardando el turno.
“Los hombres son como perros”,
solía repetir su tía con el menor pretexto, invitándola a compartir con ella el
asco que los hombres le provocaban. Sólo que ella no tenía asco de ellos,
aunque le pareciera justa la comparación. ¿Por qué su tía estaba tan segura de
que ser como un perro era malo?
El sonido de la pequeña campana
marcando con su agudo sonido el momento más sagrado de la celebración recorre
la iglesia, pero ella no lo escucha. Un calor extraño, una especie de marea
está a punto de golpear entre sus piernas. Cree por un momento que tiene que
morderse los labios para no gritar, pero la marea se aleja sin haberla golpeado
y no le queda más remedio que abrir los ojos decepcionada.
Ve que las más pequeñas de sus
compañeras se forman frente al sacerdote y su ayudante. El primero sosteniendo la
copa de las hostias, el segundo la copa con el vino.
Estela está tan distraída con sus
recuerdos, que el primero de la fila de los varones la empuja un poco antes de
formarse detrás de ella.
“Recibe el cuerpo y la sangre de
nuestro señor…”, va repitiendo el sacerdote al tiempo que deja una pequeña
hostia en la lengua de cada una de las niñas y el ayudante les ofrece un
poquito de vino. Estela se pregunta si esa ola de calor que ha estado a punto
de estallar en su vientre, estallará por fin al tener la hostia en la boca.
Siente los pies y las piernas pesadas, pero aun así las mueve hacia adelante.
Está adormecida, casi enferma, pero también ansiosa. “Recibe el cuerpo y la
sangre de nuestro señor”, le dice el cura a la chica que la precede. Estela se
prepara para el gran momento, da un paso al frente y saca la lengua. Su vientre
está a punto de incendiarse, toda su piel no es más que un hormigueo. No
necesita sino un poco de calor extra para que todo comience a arder en su
interior, pero la hostia que recibe en la lengua es como un cubo de hielo, el
vino como un cubetazo de agua fría. Abre los ojos.
Una enorme decepción la embarga.
La ceremonia que para ella acaba de terminar, le parece un fraude. Por eso su
madre no la había enviado nunca a la doctrina. Vuelve a limpiarse la frente, y
olvidándose de los consejos que le diera durante toda la mañana su tía, intenta
masticar la hostia, desprendérsela de la lengua. Le parece que no es sino la
piel repugnante de un jitomate tragado en la sopa.
Vuelve a su sitio. El altar ha
perdido su brillo. Tiene la impresión de que está hecho de papel, que bastaría
un poco de lluvia para deshacerlo por completo. Por fin logra desprenderse la
hostia de la lengua y la traga. Sabe que su tía la mira con reproche desde
algún sitio, pero no le importa. Ni siquiera regresará a casa con ella. Está decidida
a buscar a su madre entre los asistentes; se marchará con ella de inmediato. Si
su tía quiere desperdiciar su vida comiendo esos insípidos panecillos, es su
problema. Ella se siente incapaz de una vida semejante. Ahora entiende por qué
su madre ha renunciado a la vieja, aunque enorme casa familiar. Sus padres habían
intentado convencerla para que llevara la vida aburrida y vacía de su hermana,
y ella se había revelado.
¿Aunque dónde estaba? ¿Por qué no
venía y la tomaba de la mano y se la llevaba lejos de una vez?
No quiere moverse. No quiere
mirar hacia atrás; darse cuenta de que la única persona que la aguarda es su
tía, mirándola con reproche por haber masticado la hostia. Piensa con terror en
todos los padres nuestros, en todas las aves marías que rezará antes de comer. Está
convencida de que su tía le pegará en la boca por haber por haber masticado el
panecillo que le diera el padre.
No quiere esa vida; todo su ser
se revuelve contra ésta. Si su madre la ha olvidado, acaso todavía puede salir
corriendo de la iglesia ella sola, escapar y ser libre.
-
¡Vamos! –escucha que su tía le dice malhumorada, al tiempo que la toma de la
mano-. Ya verás cómo te va a ir cuando lleguemos a casa.
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