Víctor Manuel Pazarín
México,
se ha dicho, es una tierra de poetas y de arquitectos. La afirmación la
sostienen los grandes poemas escritos desde el “Primero sueño” (de Sor Juana
Inés de la Cruz) y hasta la “Piedra de Sol” (de Octavio Paz); la aclaran los
poemas publicados a lo largo del tiempo. Quienes conocen la tradición poética
mexicana lo saben: en los entretiempos que van de Sor Juana a Paz hay una
(casi) infinidad de obras de enorme altura y profundidad. Por decir lo menos,
esos versos deslumbran y nos hacen cantar cada vez que abrimos un libro donde
están contenidos a manera de selección o antología o son un muestrario de este
quehacer lírico mexicano.
Se ha dicho que Jiménez es un poeta, lo
cual es verdad. Sin embargo también se ha mencionado que el escritor es un
novelista, de lo cual difiero de cierta manera. Intentaré explicarlo.
La obra en prosa de Guillermo Jiménez
está muy cercana a poetas como Rubén Darío, es decir, aparece en la red
literaria del castellano empujado por la corriente del Modernismo; sin embargo
encuentro además de esa clara influencia una cercanía con la obra de Rainer
Maria Rilke, por su apego al lirismo muy particular y fuerte, además hay que
advertir, cuando se lee su texto Zapotlán
(1940) que se haya muy íntimamente inclinada hacia la prosa de Marcel Proust,
quien huyó del realismo y el naturalismo para ir directo de un impresionismo,
hacia el simbolismo y se vuelve su prosa subjetiva y una delicia del lenguaje.
Así ocurre en Zapotlán, de esa manera se abre casi todo texto de Guillermo
Jiménez. Y de cierta forma la llamada novela del escritor no lo es del todo,
puesto que a lo largo del libro lo que vemos es una serie de pasajes donde la
memoria es un recurso para contar cualquier cosa que venga de manera casi
espontánea. No hay trama. No hay drama. No hay no hay una clara historia en Zapotlán. Lo que encontramos es una
serie de estampas muy bien logradas y puestas en una prosa exquisita y fina. No
es, por lo tanto, Jiménez un novelista. No al menos como se concibe a uno de
ellos. Cuando se entra a Zapotlán se
entra a un sueño. Al ensueño de un lugar que bien es un lugar, una infancia, un
espacio espiritual descrito de manera muy sutil y recuerda a los sonidos de los
cristales finos cuando se tocan. Es un resonar, un tintineo. Pero debemos decir
algo más: la escritura de Jiménez, en algunos pasajes alcanza una altura y una
profundidad muy apreciables. Retrata con fidelidad un tiempo, un espacio y
logra, es claro, conformar retratos nítidos de personajes que alguna vez fueron
de carne y hueso y gracias a Jiménez se inmortalizaron. Recordados y descritos.
Dibujados por una mano maestra. Retenidos por la memoria y, acto seguido,
vueltos escritura y, por la enorme calidad de ésta, otra vez en vida. Es seguro
que al leer a Zapotlán los seres de
escritura se vuelvan a la vida y recorran sus pasos, al igual que lo hizo
Guillermo Jiménez al escribir su obra.
Convengamos en algo, Jiménez no es
novelista. Jiménez es un magnífico prosista capaz de hablar de manera estupenda
de cualquier cosa y deleitarnos. En eso me recuerda a Alfonso Reyes, quien
gracias a su genialidad las minucias se transforman en bellos objetos de
escritura. Se hermanan, entonces, Reyes y Jiménez. Ambos son poetas,
arquitectos, músicos, pintores… una reunión, un resumen.
La estirpe de prosistas mexicanos nace
con ellos.
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