El jueves pasado en
el auditorio de la Biblioteca Hugo Gutiérrez Vega, se realizó la premiación de
Segundo Certamen Literario del CUSur que organiza y costea el Consejo de Letras
Hispánicas y el Spleen-Dor Cultural. La actividad se llevó a cabo en el
contexto de las actividades del Día Internacional del Libro, que dieron inicio
desde las 9:00 horas con la lectura en voz alta del libro Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll y terminaron con un coctel literario a las
19:30 horas.
El
ganador del concurso fue Jesús Quezada, quien dio lectura a su cuento titulado
“El mago”, ante el público asistente, y posteriormente recibió un premio
económico y un reconocimiento de manos la representante estudiantil Jaqueline
Sánchez. También recibieron menciones honoríficas Edgardo
Aguilar Nuño, Luis Alberto de Loera Soto, Mónica Alejandra Hernández Flores y
Juan Miguel Sandoval Zavala. Todos son estudiantes de la Licenciatura de Letras
Hispánicas del Centro Universitario del Sur.
El jurado estuvo integrado por los escritores César Anguiano
Silva, Ricardo Sigala e Hiram Ruvalcaba.
Cuento
ganador del Segundo Certamen Literario del CUSur
El
mago
Jesús Quezada
Siempre recordaré el
día que Enrique llegó a mi casa. Al principio creí que era un muchacho sin
atributos, pero cuando mi esposa dijo que era un mago no rebatí su decisión de
hospedarlo.
Llevábamos
cinco años de casados y nuestra vida había transcurrido con absoluta calma. No
deseábamos modificar nuestra rutina. Vivíamos en un pueblo minúsculo y aislado
y hasta la fecha no habíamos planeado tener hijos. Teníamos un perro que nos
bastaba como compañero.
Enrique
era un joven raquítico, pálido y pecoso. Emanaba un aire taciturno y en cierto
modo hostil. No pude comprender —ni ahora comprendo— por qué mi esposa lo dejo
vivir en casa. Pero ahora debo agradecerle lo que hizo por nosotros, aunque
sólo fue por unos días. Aquella misma noche, mientras oíamos desde nuestra cama
el incesante ajetreo de Enrique, mi esposa dijo que el mago iba a quedarse indefinidamente.
No le contesté —desempleado no podía decirle que no— y me di la vuelta con la
intención de dormir.
Gradualmente
el mago fue adueñándose de la casa. Primero, instaló una mesa y puso sobre
ella varios artilugios: sombreros, cartas, pañuelos, peluches y algunos más que
no pude reconocer. Después fue expandiendo su sitio de pruebas hasta la entrada
principal. Durante los días siguientes me acostumbré a verlo, día y noche,
lanzar hechizos con su varita mágica. De improviso pasaban sobre nuestras
cabezas objetos flotando. Otras
veces nuestro perro en vez de ladrar maullaba. Otras, mi esposa desaparecía
durante varias horas.
La tranquilidad de nuestra vida anterior se había
esfumado y ya las cosas empezaban a ponerse mal para alguien como nosotros que
habíamos llevado una vida completamente apacible. Mi esposa iba cada vez menos
a su trabajo y yo intuía que algo la estaba desgastando. Pero cuando le
preguntaba qué sucedía, ella sólo me respondía que se sentía agotada y prefería
quedarse en casa. Yo creía que sus fatigas se debían a un hechizo de Enrique.
Pero nunca lo comprobé.
Un día, al volver de su trabajo, mi esposa dijo que
estaban a punto de despedirla a causa de sus inasistencias. Pero ¿yo podía
exigir algo, siendo un desempleado? ¿Acaso podía decirle que no faltara? El día
que ella vino con la noticia de su ya previsible despido no dormimos pensando
la manera de subsistir hasta que yo consiguiese un trabajo. Cavilamos y entre
tanto cavilar se nos ocurrió la fabulosa idea de montar un circo en el patio.
Después de convencer a Enrique nos pusimos en acción y montamos la casa de
campaña que ahora funcionaria como carpa de circo. Enrique comenzó a dar sus
presentaciones y numerosos niños acudieron a verlo. Hubo días que Enrique
desistió a causa del cansancio y tuvimos que reembolsar el dinero a los niños
que esperaban en la fila. Al cabo de unos días el negocio iba en aumento. Ya no
venían sólo niños, ahora los adultos ofrecían cuantiosas sumas por adelantar
lugares. Ya no venían sólo en la mañana, ahora venían en la madrugada deseando
tener un momento con Enrique.
Generalmente las más desesperadas por entrar eran las
mujeres, sobre todo las casadas. Y también generalmente los más desesperados
porque Enrique se largara eran los esposos. Yo no alcanzaba a comprender por qué
los hombres odiaban tanto a Enrique. Le preguntaba a mi esposa y ella tampoco
sabía, pero que quizá los hombres ya se habían enterado de que la magia de
Enrique provenía de otro tipo de varita mágica y no de dotes fantásticas.
Desde entonces vivimos inmersos en una sensación de
angustia, rodeados por la muchedumbre que clamaba, inclemente, su derecho a ver
a Enrique. Los hombres, sentados en la acera opuesta, miraban aquel espectáculo
con rabia. Desde la ventana veíamos que esto no iba a durar mucho tiempo y por
eso la angustia nos acosaba. Yo creía conveniente decir a los hombres que
Enrique sí era un mago, que no estábamos estafando a nadie y que en realidad
tenía dotes prodigiosas. Mi esposa decía que sí, que Enrique sí era un mago.
Pero que hechizar mujeres no iba a ser bien visto y menos por los esposos de
estás.
Lo temido llegó y una tarde, entre empujones, varios
hombres irrumpieron en casa y sacaron a Enrique a la calle. Lo subieron a una
camioneta y a los pocos días supimos que fue encontrado muerto. Desde ese día,
y hasta casi un mes después, las mujeres estuvieron muy tristes, incluyendo mi
esposa. En todo el pueblo se las veía cabizbajas y con aire melancólico.
Un día, los hombres vinieron a decirme que se llevarían
la carpa para quemarla en el cerro. Yo les dije que se la llevaran, que no
había problema pues a fin de cuentas Enrique ya no estaba y ¿quién más de entre
nosotros —que no teníamos varita mágica— le podía dar uso?
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