jueves, 29 de septiembre de 2011

Luz que se fuga

Víctor Manuel Pazarín


A Deana Molina

Cuerpos moviéndose en las aguas.
Los seres en abrazo se abren en círculos hasta encontrar la perfección. Cada línea viene surgiendo hasta hallarse en el total sosiego.
Quietud. Movimiento perpetuo. Iridiscencias.
Algo escuchan los peces. Es el sentido de las formas en la breve corriente que se enlaza para buscar respiro. Son ellos. El aire es su nueva condición.

No estar únicamente dentro sino salir para encontrar la luz que se refugia —incierta— entre las copas de los árboles. Es la luz que se fuga: entra hasta el fondo de la fuente.

No es arena. Ni lluvia. Es la luz repetida en las ondulaciones. Son las finas pieles que se abren. Las manos enlazadas hasta volverse únicas. Las miradas se abisman en silencio.

El silencio inquieta a los peces porque han descubierto otros lenguajes. Son las voces surgidas las buscadas: florecen de la luz para ir a la luz.

Los peces se asientan los sombreros; se tornan en el filo de la piedra. Colocan medio cuerpo en su otra vida: ahora son el agua y el aire lo necesario. Es la vida que se busca. La conversación su inquietud. Pero nada escuchan.

Está el silencio. Las presencias vistas. Alargan los cuerpos. Se posan en el borde. El viento lleva las palabras que han vuelto a resurgir.
Complacientes los peces abren los sentidos.


Porque nadie había hablado cerca de ellos de la nostalgia de la lluvia —del agua—, los peces escuchan, curiosos, el discurso de los cuerpos. ¿Saben de la leyenda de su multiplicación, escuchada siempre cerca de la matanza? La muerte no les ha permitido trasmitirla a sus congéneres: por esa razón no hay memoria de la especie.

Siempre la muerte. Siempre el silencio. Siempre la limitante del lenguaje. A cada instante de sus vidas el asunto de la multiplicación. Oída su leyenda al borde del cuchillo justo al instante de la satisfacción humana.

Nada saben los peces de la vida. Saben de la muerte. Es su factura. Su maldición. Saben de la sal. Saben de la angustia que provoca el aire a la salida de las aguas. Saben —desorbitados los ojos— de la superficie. Y que hay otras vidas.

La vida: es allí donde se perciben al claro de luna. Se enteran de la vida y del dolor.
Se oyen, entonces, y oyen. Es la vida describiéndose para encontrarse en un punto. Escuchan —al borde de la fuente— conmovidos. Se incorporan las sombras. Lágrimas vueltas sal en los ojos.
Los miran alejarse, al tiempo, comidos por la noche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario