jueves, 22 de mayo de 2014

La desembocadura

(Mención honorífica del concurso de cuento del CUSur)


Alejandro von-Düben

Un río que en sí mismo desemboca.
Julio Cortázar


     Tan sólo imagina, por supuesto que tal viaje no esperábamos.
     Estás en la central camionera con tu novia, todo bien, listo para regresar de unas lindas vacaciones de fin de año. Subes al autobús. No es de otro mundo, pero es cómodo y lo suficientemente agradable como para ir viendo la televisión, el escote de tu pareja o el paisaje allá afuera, hasta que finalmente decides recorrer la cortina de la ventanilla porque te ha dado sueño. Pronto te quedas dormido, mecido por el mismo andar del transporte público.



    Una hora, dos horas o en realidad no sabes cuánto tiempo ha pasado cuando un llanto te despierta. Pasa que en uno de los asientos de adelante un bebé llora y sus largos gemidos se escuchan por todo el autobús. Al principio sólo sonríes y miras a tu novia con ternura, apretando su mano. Luego te molestas por tanto escándalo y porque ya no puedes dormir. Sin embargo, enseguida te das cuenta de que no hay porqué molestarse. Debes mejor preocuparte porque crees que los jóvenes padres de ese bebé no hacen bien su deber. Tal vez apenas se ha despertado, igual que tú, y tiene frío o hambre o, de alguna manera, lo están maltratando. Tal vez no sean sus padres y se trata de un secuestro. Ni cómo saberlo. Ideas golpean tu mente porque has perdido el sueño y la tranquilidad y, además, comienzas a desesperarte.

     Te dispones a ir hacia donde está el pequeño para ver qué pasa o qué puedes hacer al respecto, pero tu novia te encima su brazo y te dice que ella va, es más apta o tienes más tacto para lidiar con la gente y con los niños. Se levanta y algo de inmediato la detiene. Un segundo bebé, ahora al fondo, se echa a llorar igual que el otro. Es el colmo. Así que te resignas. Colocas audífonos en tus orejas. Pones algo de música a volumen alto. No sirve. Escuchas más lloriqueo que cualquier cosa. Cierras mejor los ojos. No quieres saber nada de nadie, pero inevitablemente vuelves a abrirlos porque estás más encabronado que una cabra. ¿Y cuál es tu sorpresa? Te das cuenta que cerca de ti, en los asientos que están a tu izquierda, una pareja de ancianos también llora. Y no sólo lloran. Se arrancan las pocas canas que les quedan. Parece como si estuvieran a punto de morir y tal acto es la última súplica hacia un dios desconocido.

     Pasa algo extraño, lo sabes. No siempre ocurren sucesos así, coincidencias o como quieras llamarle. Que niños lloren, sí, está bien, pero unos ancianos y ahora un tipo de traje allá atrás y pronto una joven bastante guapa en el asiento de enfrente y cada vez más gente a bordo con más llanto que quién sabe de qué parte del autobús venga o de qué persona en específico. Definitivamente no es normal. Esto sería un cuento de locos si no fuera un autobús en pleno viaje, el cual, por lo que sucede, es como si los llevara así, sin más, al moridero. Por eso el llanto, los gritos ahogados, las caras azules, los gestos desarticulados que contagian hasta al chofer quien llora tanto y tan alto y con su calva se da de cabezazos en el claxon mientras maneja.
   
  Es una auténtica locura que te hace sentir solo y que luego te hace recordar que no vas solo, que a tu lado va sentada tu novia a la que miras como desahuciado, buscando en sus ojos una simple razón para saber que todo eso realmente no está sucediendo, que no les está afectando en lo más mínimo. Sin embargo, oh sorpresa. En su ojo izquierdo encuentras lo inevitable, lo ya irremediable, la condena o la gran broma final a la que todos han sido sometidos. Ves una simple y dulce lágrima formándose en su mirada azul y pronto resbalando por su mejilla. Después viene otra desde su ojo derecho y ya otra en el izquierdo y otra más y luego muchas hasta que estalla en un grito desgarrador que sacude tus tímpanos. No lo puedes creer. Nunca la habías visto llorar. Ni siquiera cuando envenenaron a su perro y ahora… no, no lo puedes creer. La sacudes con insistencia, le preguntas qué pasa, porqué llora, limpias su nariz, besas sus lacrimosos ojos rojos, la abrazas con fuerza, con ternura, y nada. Por lo contrario. Su llanto aumenta y todo el mundo en el autobús llora con ella. Te golpeas, te muerdes las uñas y los antebrazos porque ¿qué más puedes hacer? En cuestión de pocos minutos cada asiento ha sido ocupado por las lágrimas. Estás como en una pesadilla. Quieres despertar, pero lo que pasa no es un sueño y lo sabes.  

     Entonces, sin tener idea de qué diablos hacer, te quedas inmóvil, arrinconado en tu asiento, refugiándote en tu propia cordura, intentando huir mentalmente de ese sitio sin poder hacerlo en la realidad, pues el pasillo está bloqueado por dolientes. Sólo tienes la ventanilla, ahí, justo al lado. Podrías romperla y saltar y correr lejos de ahí, siendo libre, pisando tierra firme, sin más lágrimas de por medio.

     Llega el instante en que con un solo pensamiento en la cabeza recorres la cortina, abres la ventanilla y miras a la postre lo que hay ahí afuera. Un escalofrío atraviesa tu piel. Palideces. Comienzas a sudar frío. Y, sin razonarlo, una gotita de agua brota de tu mirada dándole paso a un raudal de lágrimas. Te echas a llorar como un bebé, con un llanto milenario, de diluvio bíblico, con uno de esos llantos con los que se forman los ríos. También moqueas y babeas igual que los demás. Empiezas a soltar palabras ahogadas, con un dialecto ininteligible, mientras tus ojos se hinchan y tus manos van y vienen por tu cara para desembocar el agua interminable.


     Tan sólo imagina. Sí, el viaje fue una sorpresa, a pesar de que ahora estás en el lugar al que, tarde o temprano, habías esperado llegar. Éste es el fin, sabes, y tu viaje termina ahora porque se detiene el autobús y es momento de salir. No quieres, deseas seguir ahí, dentro, llorando al lado de tu novia, junto a los demás, pero es el destino. Los pasajeros saltan y se escapan como peces, perdiéndose todos en su llanto más allá de la ventanilla. Hasta tu novia se va. Es en ese momento cuando decides mecánicamente hacer lo mismo. Te alejas de tu asiento sin dejar de llorar ni por un segundo. Avanzas nadando entre lágrimas. Estás listo para salir. Pero antes te detienes en la puerta y te lamentas porque no tienes ni un pañuelo para disimular, en el mar de afuera, los ríos que vas llorando al final del camino. 

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