(Mención
honorífica del concurso de cuento del CUSur)
Alejandro von-Düben
Un río que en sí mismo desemboca.
Julio Cortázar
Tan sólo imagina, por supuesto que tal
viaje no esperábamos.
Estás en la central camionera con tu
novia, todo bien, listo para regresar de unas lindas vacaciones de fin de año.
Subes al autobús. No es de otro mundo, pero es cómodo y lo suficientemente
agradable como para ir viendo la televisión, el escote de tu pareja o el paisaje
allá afuera, hasta que finalmente decides recorrer la cortina de la ventanilla
porque te ha dado sueño. Pronto te quedas dormido, mecido por el mismo andar
del transporte público.
Una hora, dos horas o en realidad no sabes
cuánto tiempo ha pasado cuando un llanto te despierta. Pasa que en uno de los
asientos de adelante un bebé llora y sus largos gemidos se escuchan por todo el
autobús. Al principio sólo sonríes y miras a tu novia con ternura, apretando su
mano. Luego te molestas por tanto escándalo y porque ya no puedes dormir. Sin
embargo, enseguida te das cuenta de que no hay porqué molestarse. Debes mejor
preocuparte porque crees que los jóvenes padres de ese bebé no hacen bien su
deber. Tal vez apenas se ha despertado, igual que tú, y tiene frío o hambre o,
de alguna manera, lo están maltratando. Tal vez no sean sus padres y se trata
de un secuestro. Ni cómo saberlo. Ideas golpean tu mente porque has perdido el
sueño y la tranquilidad y, además, comienzas a desesperarte.
Te
dispones a ir hacia donde está el pequeño para ver qué pasa o qué puedes hacer
al respecto, pero tu novia te encima su brazo y te dice que ella va, es más
apta o tienes más tacto para lidiar con la gente y con los niños. Se levanta y
algo de inmediato la detiene. Un segundo bebé, ahora al fondo, se echa a llorar
igual que el otro. Es el colmo. Así que te resignas. Colocas audífonos en tus
orejas. Pones algo de música a volumen alto. No sirve. Escuchas más lloriqueo que
cualquier cosa. Cierras mejor los ojos. No quieres saber nada de nadie, pero
inevitablemente vuelves a abrirlos porque estás más encabronado que una cabra.
¿Y cuál es tu sorpresa? Te das cuenta que cerca de ti, en los asientos que
están a tu izquierda, una pareja de ancianos también llora. Y no sólo lloran. Se
arrancan las pocas canas que les quedan. Parece como si estuvieran a punto de
morir y tal acto es la última súplica hacia un dios desconocido.
Pasa
algo extraño, lo sabes. No siempre ocurren sucesos así, coincidencias o como
quieras llamarle. Que niños lloren, sí, está bien, pero unos ancianos y ahora
un tipo de traje allá atrás y pronto una joven bastante guapa en el asiento de
enfrente y cada vez más gente a bordo con más llanto que quién sabe de qué
parte del autobús venga o de qué persona en específico. Definitivamente no es
normal. Esto sería un cuento de locos si no fuera un autobús en pleno viaje, el
cual, por lo que sucede, es como si los llevara así, sin más, al moridero. Por
eso el llanto, los gritos ahogados, las caras azules, los gestos desarticulados
que contagian hasta al chofer quien llora tanto y tan alto y con su calva se da
de cabezazos en el claxon mientras maneja.
Es una auténtica locura que te hace sentir
solo y que luego te hace recordar que no vas solo, que a tu lado va sentada tu
novia a la que miras como desahuciado, buscando en sus ojos una simple razón
para saber que todo eso realmente no está sucediendo, que no les está afectando
en lo más mínimo. Sin embargo, oh sorpresa. En su ojo izquierdo encuentras lo inevitable,
lo ya irremediable, la condena o la gran broma final a la que todos han sido
sometidos. Ves una simple y dulce lágrima formándose en su mirada azul y pronto
resbalando por su mejilla. Después viene otra desde su ojo derecho y ya otra en
el izquierdo y otra más y luego muchas hasta que estalla en un grito
desgarrador que sacude tus tímpanos. No lo puedes creer. Nunca la habías visto
llorar. Ni siquiera cuando envenenaron a su perro y ahora… no, no lo puedes
creer. La sacudes con insistencia, le preguntas qué pasa, porqué llora, limpias
su nariz, besas sus lacrimosos ojos rojos, la abrazas con fuerza, con ternura,
y nada. Por lo contrario. Su llanto aumenta y todo el mundo en el autobús llora
con ella. Te golpeas, te muerdes las uñas y los antebrazos porque ¿qué más
puedes hacer? En cuestión de pocos minutos cada asiento ha sido ocupado por las
lágrimas. Estás como en una pesadilla. Quieres despertar, pero lo que pasa no
es un sueño y lo sabes.
Entonces, sin tener idea de qué diablos hacer,
te quedas inmóvil, arrinconado en tu asiento, refugiándote en tu propia cordura,
intentando huir mentalmente de ese sitio sin poder hacerlo en la realidad, pues
el pasillo está bloqueado por dolientes. Sólo tienes la ventanilla, ahí, justo
al lado. Podrías romperla y saltar y correr lejos de ahí, siendo libre, pisando
tierra firme, sin más lágrimas de por medio.
Llega el instante en que con un solo
pensamiento en la cabeza recorres la cortina, abres la ventanilla y miras a la
postre lo que hay ahí afuera. Un escalofrío atraviesa tu piel. Palideces. Comienzas
a sudar frío. Y, sin razonarlo, una gotita de agua brota de tu mirada dándole
paso a un raudal de lágrimas. Te echas a llorar como un bebé, con un llanto milenario,
de diluvio bíblico, con uno de esos llantos con los que se forman los ríos. También
moqueas y babeas igual que los demás. Empiezas a soltar palabras ahogadas, con
un dialecto ininteligible, mientras tus ojos se hinchan y tus manos van y
vienen por tu cara para desembocar el agua interminable.
Tan sólo imagina. Sí, el viaje fue una
sorpresa, a pesar de que ahora estás en el lugar al que, tarde o temprano,
habías esperado llegar. Éste es el fin, sabes, y tu viaje termina ahora porque
se detiene el autobús y es momento de salir. No quieres, deseas seguir ahí,
dentro, llorando al lado de tu novia, junto a los demás, pero es el destino.
Los pasajeros saltan y se escapan como peces, perdiéndose todos en su llanto
más allá de la ventanilla. Hasta tu novia se va. Es en ese momento cuando decides
mecánicamente hacer lo mismo. Te alejas de tu asiento sin dejar de llorar ni
por un segundo. Avanzas nadando entre lágrimas. Estás listo para salir. Pero
antes te detienes en la puerta y te lamentas porque no tienes ni un pañuelo
para disimular, en el mar de afuera, los ríos que vas llorando al final del
camino.
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