martes, 24 de junio de 2014

Anónimos

Verónica Fragoso Irineo


La sombra del mezquite no era suficiente para moderar ese fuego que es el clima de junio, pero le provocaba cierta calma encontrarse bajo aquel refugio. El Cayetano, acostado, recargaba la cabeza en su delgado brazo, vestigio de aguja y droga. El Negro y el Pitufo también se dejaban vencer por el calor, debajo del cobijo sofocante.



-Vamos a que doña Chelita, por unos tabacos- sugirió el Pitufo.
El Cayetano abrió sin ganas los ojos, y volteó hacia la calle, vio al suelo oscilar como olas de lava. Su vicio le animó a ponerse de pie, le secundaron los otros. La colonia Y Griega parecía vacía, al Cayetano no le extrañó, apenas a unos vagos como ellos se les ocurre estar afuera a las tres de la tarde. Al acercarse a la tienda, notaron que a unas cuadras se distinguía humo entre el cegador cielo.
-Ese flamón tronó machín- dijo el Negro.

-Será la gasolinera-  dijo el Cayetano, escamado.
Corrieron tras el curso del humo negro. Ya cerca, escucharon gritos llenos de histeria: “¡Se quema, se quema!”, “¡Los niños!”.  Los colores vivos del almacén disfrazado de guardería se perdían entre hollín y llamas. Frente a su minúscula entrada, un bulto de gente trastornada, en shock. Al aproximarse, Cayetano miró al suelo. Niños de piel pelada, irreconocibles;  pequeños retorciéndose con cubierta de tizne, llantos fatales…

¾¡No mames! ¡A la madre! ¾soltaban al azar sus amigos, que se perdieron entre el resto de los alaridos.

El Cayetano miró como algunas personas salían con niños cenizos en sus brazos, otros auxiliaban a los que se encontraban fuera. No vio ningún cuerpo bombero, y entre toda esa gente, los únicos quietos eran los policías. “Pinchis chotas”, pensó. Al aproximarse a ellos, con sus miradas llenas de miedo, le dieron un par de lámparas de mano. Se quedó con una, el Pitufo pidió la otra. Buscaron agua.

Después de mojarse, se despojó la camiseta para protegerse boca y nariz, quedando sólo con un tirahuesos, antes de entrar a la humareda.  Un puñetazo hirviente le pegó en el rostro, como al abrir la puerta de un horno.

La luz temblorosa que emanaba su lámpara le mostró las ruinas de aquella calamidad. No se lograba ver bien, Cayetano chocaba,  tropezó, y también se estrelló, entre más avanzaba. Distinguía con dificultad la identidad de los escombros, cada vez se volvían más ausencia. Caía el techo en trizas. El temblor del brazo no le favorecía, hasta que distinguió una diminuta silueta humana.

De lejos, el Cayetano se asombró de tal belleza, parecía un sueño entre pesadillas. Se trataba una niña, a sus ojos más muñeca que humana.  Divisó sus bracitos encogidos, su cabello recogido.  Esa aparición colmó al Cayetano de una compasión que recorría su cuerpo, mientras se aproximaba a la pequeña.
La imagen de la divina criatura se deterioraba al encontrarse más cerca. Su piel de brillo plástico tenía una tez sucia. Su peinado resultó ser los restos de una cabellera calcinada. Decidió no mirarle la cara, perdería su cordura. El Cayetano la alzó, tomándola de sus axilas, el diminuto cuerpo hervía, sus manos sintieron la calcinada. Se esforzó en retener el ahogado dolor y envolvió como pudo a la niña en su camiseta, para evitar verle el rostro, y la recargó en su pecho.

Salir parecía una meta inalcanzable. La luz que provenía de la puerta era tenue. El Cayetano, con la niña en sus escuálidos brazos, caminaba, y sintió una leve sacudida. Apareció otra abertura, más grande. La adrenalina le hizo correr hacia el nuevo hueco. En el exterior, descubrió el pick up que agujeró la pared. Buscó el pulso de la plebe en sus brazos, “va viva ésta, el corazoncito le funciona”.

La entregó a un grupo de personas que acordonaron un área para los heridos, y la perdió de vista.  En su camiseta quedó un rastro de piel cocida, marcada en la tela.  Al ver el resto de los cuerpecitos descarapelados, rememoró la imagen de tomates cocidos, comparación  que decidió eliminar rápido de su mente.

La multitud incrementó. Algunos bomberos aparecieron en el rescate. Miró a uno caer desmayado, tras observar a los niños apilados, llenos de ceniza. ¿Qué ondas con este bato?
Además del cuerpo de bomberos, distinguió a la Cruz Roja, y más policías. La mayoría de éstos se encontraban fuera, sin saber qué hacer, cómo reaccionar. Veía a más civiles, vecinos, empleados de la Pemex de enfrente, en movimiento. No veía al Pitufo ni al Negro, y supuso que, de seguro, entraron otra vez. No todos los héroes cargan bandera. Contuvo la respiración, y se adentró de nuevo al averno.


***
“Seis, siete, ocho, no recuerdo qué tantos saqué. Y ya, salí, salí y me senté, me senté buen rato. Ningún güey se acercaba a preguntarme si quería una botella de agua, ni “cómo te sientes”… Nada, nada, como si fuera una piedra.
Ya, de repente, ¡boom!, me vino el sentimiento, acá. Comencé a llorar machín.”

Hermosillo, Sonora, 05/Junio/2009
[1] La autora pertenece al taller literario del doctor Marco Aurelio Larios.




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