Mario Iván González Reyes
Cuando era un niño, Miguel Ángel Asturias, soñó con dos ángeles.
Ambos estaban armados con una espada y sostenían un escudo. Ambos flotaban
frente a él y lo miraban con ojos pétreos. La cabeza de ambos estaba nimbada.
Ambos eran muy semejantes, a excepción de su piel y de sus alas. Uno era blanco
y sus alas eran como las de una paloma; el otro era moreno y sus alas eran como
las de un cuervo.
Estaba en un templo con nichos vacíos y un altar sin
rastros de adoración. Por un momento pensó en arrodillarse, pero no lo hizo; en
vez de eso se quedó ahí, mirando a todas partes buscando una señal. Procuraba
no mirar por mucho a los ojos de los ángeles porque sentía una mezcla de temor
y de respeto. Miró hacia arriba creyendo que encontraría una cúpula, pero lo
que vio fue el ojo de un huracán de nubes arremolinadas en cuyo centro se
encontraba el cielo abierto. Pudo ver a los astros brillar y moverse por el
universo.
Al bajar la vista de nuevo, frente a él, dos hombres
ancianos y ciegos, muy parecidos entre ellos, disímiles en sus vestidos —uno
ataviado por una túnica que semejaba al día, el otro con una que semejaba la
noche—, abrían los labios pronunciando una letanía que no podía escucharse, ni
siquiera el más leve murmullo.
Entonces el que vestía de día abrió la boca como
pronunciando una infinita A, y sin cerrar la boca ni un instante —un sonido que
brotaba de su diafragma, como quien gritara en una cueva—, pronunció las
siguientes palabras: El principio y el fin se reúnen en el mismo lugar, y un
eco resonó repitiendo dos veces más lo declarado por aquel anciano. Cerró la
boca y en seguida el otro habló, abriendo la suya como pronunciando una
infinita O —brotando la voz desde su diafragma, como el oleaje del mar tras el
caer de cada ola—, dijo: El horizonte es el punto de la muerte y el nacimiento,
y una reverberación repitió dos veces más lo dicho.
A continuación los dos ángeles bajaron y cada uno
sostenía en sus manos un libro abierto. Miguel se acercó a ellos y trató de
leerlos, pero las letras estaban escritas con fuego y el resplandor ofuscaba su
visión. Los ángeles extendieron sus manos en señal de ofrecimiento. Miguel
trató de tomarlos, pero en ese momento los ángeles cerraron sus páginas,
alejándolos. Al mismo tiempo, ambos volvieron a abrirlos de nuevo,
extendiéndolos ante él e instándolo a tomar uno. Él entendió así que debía
hacer una elección.
Miró a los ángeles que a unos centímetros del suelo
levitaban aleteando; miró a los ancianos cuyos labios seguían recitando sus
letanías en absoluto mutismo; miró la bóveda celeste descubierta, como un
misterio que al revelarse sólo descubre otro misterio más grande. Y eligió.
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