Ricardo Sigala
Una avalancha de proselitismo político nos agobia,
nos despoja de nuestros espacios naturales, busca invisibilizarnos más allá de
nuestra función de votantes, amenaza con borrarnos. La televisión, la radio, la
internet nos bombardean con propaganda; las calles, casas particulares, bardas,
camiones nos agreden con carteles y pintas de los candidatos; nuestro espacio
auditivo es perturbado con estridentes perifoneos; la privacidad del hogar es
transgredida no sólo con la basura (ya en sí una ofensa ecológica) que inunda
nuestro buzones sino con la presencia de candidatos ante los cuales nuestro
sentido común nos hace ponernos en alerta.
Las campañas políticas, hoy en
día, no se construyen sobre la base de las propuestas, la defensa de una
ideología o sistema político, un proyecto de nación, el debate de ideas, el análisis, por el contrario recurren a la
lógica de la publicidad. No se procede contemplando que unas elecciones suponen
esa cosa abstracta que es el futuro de una nación o de un país, o esa cosa tan
concreta que es nuestra vida cotidiana, nuestra seguridad, tranquilidad, la
economía de nuestras familias, la educación y la salud de nosotros o de
nuestros hijos. Por el contrario las campañas políticas proceden por medio de
la mercadotecnia, como quien quiere persuadir de comprar un producto. La
publicidad tiene el objetivo de vender, no de ofrecer la mejor alternativa,
vender a pesar de que se trate de productos basura. La ética de la publicidad
es la de hacer negocio, incluso por encima de la ética y el bien común, luego
entonces, la actuales campañas políticas quieren vendernos una imagen, un
producto, no importa si bueno o malo, de lo que se trata es de vender, y
desgraciadamente esa venta no termina sólo en las urnas, pues cuando no se
reflexiona un voto estamos vendiendo mucho más que eso, estamos empeñando
nuestro presente y nuestro futuro, el país está siendo dejado en manos de
mercenarios, es decir de aquellos que hacen de la política y del servicio
público un negocio particular.
Las campañas políticas buscan
“crear bandos y eslóganes, movilizar adeptos, persuadir discípulos, generar
fans o imitadores,” y regularmente están representados por “personajes que para
existir necesitan seducir con cautivadoras promesas a quien tiene un ansioso y
vago deseo de redención fácil e inmediata”.
Ante esta situación se hace
necesario una cultura de la educación en el sentido más propio de la palabra, y
para lograr esa cultura se requiere de auténticos maestros, y cuando hablo de
auténticos maestros no me refiero a los que tienen un grado académico u
ostentan dicha profesión ni a los que cobran un cheque por dar clases, sino a
aquellos que profesan una fe ajena a la burocracia educativa, aquellos que no
necesariamente enseñan verdades, sino que ofrecen un ejemplo vivo de cómo se
buscan esas verdades. El verdadero maestro, en palabras del escritor italiano
Claudio Magris, “enseña la claridad del
pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es
inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias
convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no
quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de
ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe cuál es el
camino adecuado para su alumno y sabe ayudarlo a encontrarlo y a recorrerlo, a
no traicionar la esencia de su persona.”
El verdadero maestro no se
limita a informar, a transmitir mensajes a receptores pasivos, como sucede en
las campañas político-publicitarias, el auténtico maestro ayuda a cada
discípulo a ser dueño de su proceso de conocimiento, que seguirá activo después
de la lección del maestro, si el alumno no debate, no cuestiona, no indaga e
interroga, si no polemiza, si no es capaz de hacer análisis y obtener sus
propias conclusiones sobre la realidad, entonces el maestro habrá fracasado, la
nota de aprobación se encuentra en la realidad, no en las boletas.
Claudio Magris también ha
observado que un buen maestro enseña, sobre todo, la responsabilidad, lo cual
significa: “pagar el precio que comporta cada afirmación y cada acción,
afrontar las consecuencias de cada toma de posición y las renuncias implícitas
en toda elección.”
En una “democracia” que cada
vez margina más a los ciudadanos y reduce su función a la de proveedores de
impuestos y de votos, hacen falta maestros auténticos y discípulos que tengamos
el mérito de saberlos identificar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario