martes, 19 de mayo de 2015

El político y el maestro


Ricardo Sigala

Una avalancha de proselitismo político nos agobia, nos despoja de nuestros espacios naturales, busca invisibilizarnos más allá de nuestra función de votantes, amenaza con borrarnos. La televisión, la radio, la internet nos bombardean con propaganda; las calles, casas particulares, bardas, camiones nos agreden con carteles y pintas de los candidatos; nuestro espacio auditivo es perturbado con estridentes perifoneos; la privacidad del hogar es transgredida no sólo con la basura (ya en sí una ofensa ecológica) que inunda nuestro buzones sino con la presencia de candidatos ante los cuales nuestro sentido común nos hace ponernos en alerta.



Las campañas políticas, hoy en día, no se construyen sobre la base de las propuestas, la defensa de una ideología o sistema político, un proyecto de nación,  el debate de ideas,  el análisis, por el contrario recurren a la lógica de la publicidad. No se procede contemplando que unas elecciones suponen esa cosa abstracta que es el futuro de una nación o de un país, o esa cosa tan concreta que es nuestra vida cotidiana, nuestra seguridad, tranquilidad, la economía de nuestras familias, la educación y la salud de nosotros o de nuestros hijos. Por el contrario las campañas políticas proceden por medio de la mercadotecnia, como quien quiere persuadir de comprar un producto. La publicidad tiene el objetivo de vender, no de ofrecer la mejor alternativa, vender a pesar de que se trate de productos basura. La ética de la publicidad es la de hacer negocio, incluso por encima de la ética y el bien común, luego entonces, la actuales campañas políticas quieren vendernos una imagen, un producto, no importa si bueno o malo, de lo que se trata es de vender, y desgraciadamente esa venta no termina sólo en las urnas, pues cuando no se reflexiona un voto estamos vendiendo mucho más que eso, estamos empeñando nuestro presente y nuestro futuro, el país está siendo dejado en manos de mercenarios, es decir de aquellos que hacen de la política y del servicio público un negocio particular.

Las campañas políticas buscan “crear bandos y eslóganes, movilizar adeptos, persuadir discípulos, generar fans o imitadores,” y regularmente están representados por “personajes que para existir necesitan seducir con cautivadoras promesas a quien tiene un ansioso y vago deseo de redención fácil e inmediata”.

Ante esta situación se hace necesario una cultura de la educación en el sentido más propio de la palabra, y para lograr esa cultura se requiere de auténticos maestros, y cuando hablo de auténticos maestros no me refiero a los que tienen un grado académico u ostentan dicha profesión ni a los que cobran un cheque por dar clases, sino a aquellos que profesan una fe ajena a la burocracia educativa, aquellos que no necesariamente enseñan verdades, sino que ofrecen un ejemplo vivo de cómo se buscan esas verdades. El verdadero maestro, en palabras del escritor italiano Claudio Magris,  “enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarlo a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona.”

El verdadero maestro no se limita a informar, a transmitir mensajes a receptores pasivos, como sucede en las campañas político-publicitarias, el auténtico maestro ayuda a cada discípulo a ser dueño de su proceso de conocimiento, que seguirá activo después de la lección del maestro, si el alumno no debate, no cuestiona, no indaga e interroga, si no polemiza, si no es capaz de hacer análisis y obtener sus propias conclusiones sobre la realidad, entonces el maestro habrá fracasado, la nota de aprobación se encuentra en la realidad, no en las boletas.

Claudio Magris también ha observado que un buen maestro enseña, sobre todo, la responsabilidad, lo cual significa: “pagar el precio que comporta cada afirmación y cada acción, afrontar las consecuencias de cada toma de posición y las renuncias implícitas en toda elección.”

En una “democracia” que cada vez margina más a los ciudadanos y reduce su función a la de proveedores de impuestos y de votos, hacen falta maestros auténticos y discípulos que tengamos el mérito de saberlos identificar.


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