lunes, 18 de junio de 2012

Sueños. Nota 6

Hiram Ruvalcaba



“Y le preguntó: ¿Cómo te llamas?
                                                                                                           Y respondió diciendo: Legión me llamo;
porque somos muchos.”
Marcos 5:9



Tengo 7 años.
Mamá me lleva de la mano por la cuesta del cerro de la Cruz Blanca. Es un barrio cercano al nuestro
(casas pequeñas, derruidas, como si estuvieran habitadas por fantasmas)
pero yo jamás había pasado por ahí. Vamos con algo de prisa, mamá tira de mí con ternura y persistencia. El sol es una lápida en la espalda; siento el sudor rasguñándome la frente y el cuello.
Cerca de nosotros, una multitud de gente va subiendo por la misma cuesta. Caminan con lenta desesperación, con el mismo monótono paso que mi madre y yo inventamos sobre las piedras; entre todos distingo un par de niños, pero se pierden con facilidad en las filas de caminantes
(gente gris, como una procesión de sombras resignadas).
Nadie habla con nadie.
Miento.

Delante de nosotros hay un par de señoras, van rezando; nos guían a través de calles pasillos casas corredores. Mis pies resuenan en la piedra turgente como relámpagos microscópicos. Miro a mi madre,
el sol se cuelga de sus lentes y se unta sobre su rostro hasta derramarse en el mío. Siento miedo y paz y algo que no sé nombrar pero que se parece al miedo la paz la pesada incertidumbre. Mi madre no sonríe, apenas
me mira y sigue tirando de mi mano, dulce y firmemente. Seguimos avanzando a través de las piedras; la gente murmura una letanía letárgica. Giramos para alcanzar la procesión. Calles, puertas, pasillos, casas se postran ante mí y soy incapaz de reconocer el camino. Alguien empieza a cantar y los demás le responden en una lengua que no comprendo. Siento miedo,
me aferro al brazo de mi madre y ella me mira se detiene toca mi corazón me dice que todo estará bien, que hay un Dios y nos está mirando.
Hay
un
Dios.
Su palabra me tranquiliza. Comienzo a cantar y
(conforme la idea de Dios va llenando mi cuerpo)
avanzo de la mano de mi madre. Vamos hacia una casa que ya alcanzo a distinguir cerca del cerro.
La procesión avanza despacio.

Tengo 22 años.
Me levanto de madrugada y siento la presencia del frío en mi habitación. Escucho pasos en la cocina. Mamá se ha despertado y está preparando café. Me levanto de la cama y siento el sudor en mi almohada. La noche respira,
estentórea, en el interior de la casa. El ruido del agua que hierve y el murmullo que hacen los pies de mi madre mientras acarician el suelo me sumergen en un estado de sopor inexplicable. Salgo a la cocina, miro
a mi madre, sentada ante la estufa, olfateo
el amargo insoportable aroma del café, escucho
nuestra respiración agrietando la noche entre nosotros.
¿Te desperté, hijo? Perdón, no podía dormir y ya casi es hora de que me vaya a la escuela.
No se preocupe, madre, no tenía mucho sueño.
Es verdad, no tengo sueño.Todavía escucho la cántiga terribleimpoluta de los peregrinos que ascienden como una imprecación.
De hecho, estaba soñando con aquella vez que fuimos a la Cruz Blanca, con aquella muchacha enferma. No sé si lo recuerde.
¿Cuál muchacha, hijo?
Hierve el agua. Mi madre sigue atenta en el café que transpira una efusión tribal y casi mágica. ¿Cuál muchacha?, pienso,
no recuerdo bien su nombre. Acaso era Claudia Elena María AuroraPatricia Laura Mara… Sí, Mara. Tengo 7 años y estoy caminando de la mano de mi madre a la casa de Mara. Es un día terriblemente cálido
(el sol nos da bofetadas en la cuesta de la Cruz Blanca)
y los cantores empavorecidos abren cicatrices en las piedras catecúmenas.
Casi no recuerdo más.
Mara no vive en una de las últimas casas del barrioni en una de las primeras, vive cerca de una brecha que conduce a una granja de cerdos. Para llegar hasta el lugar es necesario ascender a través de una larga cuesta, por eso sigo con la procesión. Vamos cantando,
mi madre tira de mí con la misma gentil insistencia y veo que la casa se hace grande para dar entrada a la procesión. Los peregrinos empiezan a acercarse, y uno por uno entran con paso temerosovacilante, como si tantearan el agua helada. La puerta
se abre como las fauces de un depredador cansado
se abre como una noche henchida de ausencias
se abre como los labios cortantes de una muchacha lasciva
y se va tragando a los caminantes. Uno a uno
entramos en la casa. No puede entrar solo el niño, señora. Le dicen, entonces me lleva en sus brazos sin dejar de rezar. La gente se va acomodando en la entrada de la casa. Hay un aroma en el ambiente, un olor a incienso, a hierba podrida y a flores. Antes de entrar, vemos un gran agujero en la pared, un agujero contundente y temible que exagera la ruina de la casa.
Lo hizo ella, señora, con los muebles.Nos dicen. Levantó los muebles ella sola y los aventó contra la pared tantas veces que la rompió.Eso nos dicen.
Mi madre se cubre la boca con la mano y me oprime contra su pecho. Escucho a los peregrinos que siguen cantando su melodía ominosa. Nos acercamos al cuarto. Traigan a los niños, dice alguien. Entonces mamá me lleva al frente y aún rezando se aprieta a mí y me pide que rece también. Traigan
a los niños.
Era una muchacha que vivía arriba, madre, ya en el cerro, casi llegando a la brecha que lleva al Calaque. Fuimos a rezarle porque nos dijeron que estaba enferma, quehabía otros que vivían en ella. Fue mucha gente; no sé cuántos, pero recuerdo que éramos muchos.
El viento frío nos encierra poco a poco. Cuento a mi madre todos mis recuerdos de aquel día con lujo de detalle, tratando de refrescar su memoria. Mi madre bebe un sorbo de café y se sienta frente a mí. No recuerda el incidente.Aún más, puedo ver que no sabe de qué le estoy hablando.
Ay, hijo, no me acuerdo. ¿Estás seguro que fuimos? ¿No lo habrás soñado?
Se hace tarde. Ella se levanta y se marcha a su trabajo.
Pasan algunos minutos y no puedo dejar de pensar en Mara. Empiezo a escribir mis notas para el periódico, sin dejar de pensar en aquel día en la cuesta de la Cruz Blanca. Escribo
“Tengo 7 años…”,
y me detengo antes de comenzar la nota.No sé qué decir al respecto. ¿En verdad fui a aquella cuesta, ascendí con aquellas personas y vislumbré a aquella muchacha? El cantar beligerante de la procesión ¿existió realmente? Mi madre no lo recuerda, y yo era muy pequeño en aquel entonces, mi recuerdo bien podría haber sido creado por mi imaginación,
(aquellos rostros deformados por la exaltación y el desamparo,
aquellos gritos irrumpiendo en el silencio como llanto de sirena apuñalada)
y aquella muchacha enferma de malignidad bien podría no haber existido nunca. Pero
mi recuerdo es tan intenso, siento tan profundamente mis pasos en la piedra, la mano de mi madre tomada de la mía, sus ojos clavados en mi corazón, el sol que cae tan contundente sobre nosotros, que comprendo aquel instante que vivimos:
cada paso hacia la casa de Mara,
cada suspiro que me arrancara el terror,
cada súplica plañidera en la humedad de la oración, 
son el testimonio de nuestra presencia en aquel lugar. Aquella visita existió. Escribo la nota para el periódico,
“Tengo 7 años. Mamá me lleva de la mano por una cuesta en el cerro de la Cruz Blanca…”.

Tengo 7 años.
Mamá me pone frente a una muchacha lánguida y triste. Su piel es amarilla como ciertas flores pluviales y tiene el cabello negro y revuelto. Se remueve con violencia en la cama
mientras alguien le arroja agua en todo el cuerpo
mientras le recitan una oración en una lengua extraña
mientras la gente reunida en el lugar sigue prolongando su letanía
(canto sin música triste y beligerante)
incomprensible. Hay dos niños junto a mí, y los tres somos conscientes del inmenso peligro que languidece frente a nosotros, aunque no podemos definirlo. Intento dar un paso atrás, mi madre se interpone.
Reza, hijo, reza. Recuerda que hay un Dios.
Siento ganas de llorar. La idea de un dios que me ha puesto en un sitio así me llena de pánico.
(La idea de Dios se implanta como una herida en mi infancia.)
Los demás rezan, Mara intenta levantarse y grita y se revuelca y siento la mano de mi madre acariciándome la espalda mientras las voces se elevan por encima de la habitación y los gritos de Mara se pegan en mi piel y empiezo a llorar desesperanzadamente. Pasan los minutos.
Oscurece.

Tengo 22 años.
Voy caminando solo por la cuesta de la Cruz Blanca. A mi paso dejo atrás un parque y árboles cuyo nombre desconozco. Escucho las voces de los niños, siento sus carcajadas de luz. Mis pies dan golpes pequeños definitivos en las piedras. Atravieso calles pasillos casas corredores con afán decriptópata. Cierro
los ojos tratando de adivinar el camino. Mis pies resuenan en el pavimento como relámpagos apagados mientras circulo por calles que no recuerdo, viendo rostros que no conozco. El sol llueve sobre mí y por un momento tengo una sensación de malestar, como un presagio ominoso que me obligara a alejarme de aquel barrio poco familiar
(casas raídas descuidadas como si estuviera navegando entre espejismos).
Ay, hijo, no me acuerdo. ¿Estás seguro que fuimos? ¿No lo habrás soñado?
Busco la casa de Mara.
Asciendo por la cuesta de la Cruz Blanca, reviso con detalle cada una de las casas y finalmente llego hasta la granja de cerdos. Soy incapaz de comprender el olvido de mi madre: siento aún en la espalda el contacto de sus dedos, escucho aún rezos despiadados y los gritos de Mara latiguean contra mi voz que tiembla a mitad de una oración.
¿No lo habrás soñado?
Oscurece.
Por instantes, a lo lejos, creo reconocer una calle un muro un cancel un árbol un rostro. El silencio y la nada marcan aquel camino desconocido. Regreso a casa caminando despacio, escuchando el ritmo pagano de mis pies sobre la piedra. Es un barrio cercano al mío pero no puedo decir con certeza si antes había pasado por allí.
Cierro los ojos
y
pienso en aquella casa que he buscado inútilmente por horas.
Trato de recordar los colores las piedras, cualquier señal que me traiga recuerdos de aquel lugar, cualquier pista de su paradero.
Oscurece
y vuelvo rendido a casa. Miro las calles, puertas, muros, rostros
y palidezco
sin ser capaz de reconocer
un
solo
detalle.






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