"Dar a luz" pertenece allibro que ganó el concurso “Alfredo Velazco Cisneros” edición 2015.
Alejandro
von-Düben
La conocí en un café cualquiera, durante el otoño más bello del mundo.
Era domingo y estaba a punto de llover. Hacía frío. Ella, Aura ―la mujer que yo
aún no sabía que se llamaba justamente así: Aura― estaba sentada en frente de
mí. Tenía una mochila en el suelo, una taza y un codo sobre la mesa, sostenía
un libro, y leía, y sonreía. Estaba leyendo a Carlos Fuentes. Lo sé porque yo
la miraba a corta distancia, espiándola con cuidado, sin ser atrevido,
admirándola nada más, con la pura intención de colocar bajo mis párpados una
belleza irresistible. Eso, sólo eso hubiera sido suficiente para mí. Sin
embargo, no fui tan precavido como pensé. Cuando se percató de que la miraba de
manera incesante, de que mis ojos se le iban encima como perros desolados, Aura
dejó de sonreír, cerró el libro, le dio apurados sorbitos a su bebida y pidió
la cuenta. Me sentí como un completo imbécil porque, bueno, comportarme así no
había sido mi intención. Sólo había querido mirarla, desearla mentalmente y ya,
sin llegar tan lejos, sin haber ido tras ella cuando abandonó el local y mi
estupidez aumentó por seguirla como si en verdad la acosara, algo que ya estaba
haciendo y que sin duda lo notó pues, delante de mí, se puso a caminar con
prisa y bastante gracia. Así recorrimos dos, tres, cuatro cuadras y luego
comenzó a llover. Aura fue a refugiarse bajo el balcón de una vieja casona y yo
seguí caminando igual que siempre, hasta que llegué al mismo lugar y me quedé
junto a ella, con la cabeza reclinada y los zapatos mojados. Parecía el colmo,
pero no lo fue o, quizás poquito, un corto instante en el cual Aura me miró
enojada y abrió vorazmente su boca para preguntarme que quién era y por qué la
perseguía, para reclamarme y pedir que, por favor, ya no la siguiera. Sí, era
el colmo. Tuve que disculparme y decirle que no había sido mi intensión; que,
sí, era muy bella y a lo mejor me distraje, pero que no lo tomara a mal; si me
marchaba en ese momento me caería un rayo bajo la lluvia y eso definitivamente
arruinaría mi día y tal vez mi ropa, le dije, en broma, claro, y ella lo
comprendió y no sólo eso, me miró a los ojos, mordió sutilmente su labio
inferior y sonrió. En su mirada encontré un brillo inexplicable, como el que
tienen las mujeres cuando van a dar a luz, como un destello por donde se revela
el futuro. Era hermosa. En una milésima de segundo mis intenciones cambiaron:
tenía que mantenerla junto a mí. Así que di pie a una conversación sobre el
clima, el café, mi manía de mirarla a escondidas y lo mal que lo hacía y, en
fin, diversos temas que nos entretuvieron aún cuando dejó de llover y nos
fuimos de ahí sin un rumbo definido, hasta que llegó la noche, la acompañé a su
departamento y, bueno, la historia se vuelve demasiado previsible.
Pasó el tiempo, nos enamoramos y, como buenos enamorados, comenzamos a
hacer el amor por sobre todas las cosas. Sin importar momento o lugar, lo
hacíamos para deshacernos de amor cuantas veces nos lo permitiera el cuerpo.
Para ello, nos protegíamos. En nuestros dos años de noviazgo tuvimos relaciones
en más de setecientas treinta ocasiones, utilizando siempre algún método para
que Aura no quedara embarazada como, por ejemplo, condones, píldoras de cada
día y del día siguiente, el no venirme dentro de ella sino en mi mano o en la
suya, en su cara o en su cuerpo, pero afuera, obviamente.
Hasta que nos casamos fue cuando dejamos de usar anticonceptivos.
Hacíamos el amor casi cada noche y dos o tres veces los fines de semana. Ya por
aquella época un embarazo no nos hubiera tomado por sorpresa. En realidad lo
deseábamos. Primero sería un niño, después una niña, otra niña y otro niño. La
idea de ser padres nos desbordaba el alma. Sin embargo, aunque me corriera dentro
de ella, Aura no quedaba embarazada. Comenzamos a esperar sólo un niño o una
niña, por lo menos uno, qué importaba. Pero no, parecía haber un problema.
Fuimos a ver a un médico, a dos y, en total, a seis, para saber el porqué no
podíamos ser padres. La conclusión definitiva: anovulación crónica, es decir,
Aura regularmente no ovulaba y, por ende, no podía embarazarse. Al principio yo
tomé la noticia con calma, pero con el paso de días, semanas y meses, la calma
se hizo rutina y se metió a la cama, bajo las sábanas, en silencio, a mi
cuerpo, la calma entró a mi cuerpo como un sueño hartamente soñado y, sin más,
me arrancó las ganas de hacer el amor… con Aura, por supuesto. No tenía fin o
propósito tener relaciones sexuales después de haberla deseado como la futura
madre de mis hijos, de haber amado su cuerpo como algo mío, como un vínculo y
vehículo que traería al mundo el sentido de mi existencia. En verdad quería ser
padre y, ante la falta de posibilidades, ésa fue la manera con la cual demostré
mi desilusión.
Incluso, recuerdo que la última vez que tuvimos relaciones sexuales fue
mientras dormíamos. Esa noche soñé con el cuerpo de Aura. Me explico: yo estaba
recostado en la cama y mi cuerpo era, en el sueño, el cuerpo de Aura. De algún
modo yo sabía que ese cuerpo era el mío, como también sabía que el otro cuerpo
recostado junto a mí no era el que yo siempre había tenido, aunque lo
pareciera. Se trataba de Aura en mi cuerpo, así como yo en el suyo. Habíamos intercambiado
nuestra piel. Yo estaba consciente. Sabía que soñaba, que el cuerpo que
despertaba a mi lado no era yo porque en los ojos tenía el brillo de Aura,
quien, poco a poco, se fue acercando hasta rozarme, hasta tocarme con las manos
que habían sido mías, quitándome el blusón y las bragas, arañándome la piel,
casi arrancándome la carne para abrir mi sexo y penetrarme, para hacerme el
amor y correrse muy dentro de mí. El sueño fue tan real que, al despertarme,
por un instante creí que yo era la mujer que dormía, desnuda, al otro lado de la
cama.
De ahí en más: nada, la rutina que duró cerca de un año. Llegaba del
trabajo, cenábamos juntos, conversábamos sobre nimiedades, mirábamos cualquier
película sentados en el sofá de la sala, luego nos íbamos al dormitorio, nos
acostábamos y, entonces, le decía buenas noches amor, apagaba la luz de mi
lámpara y fingía dormir hasta que en verdad me quedaba dormido, mientras Aura
tejía y destejía una ropita como de bebé, cerrando sus ojos cuando finalmente
la vencía el sueño. Creo que ese fue el primer síntoma extraño que noté en
ella: el tejer ropita para bebé. Después, en cuestión de semanas, Aura adquirió
la manía de comerse las uñas y morder su labio inferior con naturalidad y
violencia cada que sonreía como un fantasma ausente, alguien que ni está aquí
ni allá ni en ningún lado. Además, comenzó a tener antojos raros: una noche la
vi devorar flores con chocolate y, en otra, páginas de Carlos Fuentes con
pizcas de sal y limón. También iba continuamente al baño y vomitaba. Cada vez
se ponía más pálida, pero se comportaba como si estuviera bien, como si nuestra
relación fuera normal a pesar de eso y de ya no hacer el amor porque, a lo
menos yo, lo había perdido. Seguido intentaba discutir con ella con el único
fin de dar el paso definitivo y dejarla atrás; pero no podía. Aura se aferraba
a mí. No permitía que la dejara, que nuestro matrimonio sufriera los
inconvenientes de no tener hijos.
Un domingo me lo demostró de una manera que me pareció un tanto
tragicómica. Recuerdo que peleamos tras de haber visto una película checa sobre
una mujer que finge estar embarazada aunque no puede y, evidentemente, no lo
está. Se me hizo una locura y lo manifesté en voz alta con tal de provocarla.
Sin embargo, Aura, tranquila, con una sonrisa en los labios y dos manos en su
estómago, me dijo que sí era posible, que la mirara, no a la película, a ella,
su vientre redondeado de una manera casi imperceptible. Una locura peor que la
otra. No supe si enojarme y pelear, o reírme y restarle importancia. Al final
hice otra cosa: abandoné el sofá, fui a la recámara, me recosté y nunca vi el
final de aquella película.
A partir de ese momento la imagen de Aura cambió paulatinamente.
Aparentaba estar embarazada. Bajo blusas holgadas y anchos vestidos se notaba
un vientre hinchado que bien podía deberse a un cojín o a cualquier objeto
atado a la piel, con tal de verse así, de sentirse dichosa mientras les sonreía
a los vecinos, a los desconocidos y al espejo. Pasaron uno, dos, tres meses y
ya parecía llevar una gran pelota adherida a su cuerpo día y noche; sí, hasta
para dormir. El cambio se había dado de forma lenta, como si meticulosamente se
hubiera planificado cada aumento de volumen. Yo hacía como que no me importaba
porque, bueno, en realidad sólo me inquietaba un poco, no lo suficiente como
para desenmascararla o llevarla al manicomio. El trabajo y una amante absorbían
la mayor parte de mi atención. Mi amante ―que también era mi compañera de
trabajo; una mujer joven, bella y madre soltera― seguido me hablaba del divorcio,
me pedía que dejara a Aura y me quedara con ella, en su casa, con su hijo, en
familia. En cuestión de semanas, me convenció.
Únicamente faltaba decírselo a
Aura. Y, para animarme, la noche en la cual se lo diría llegué un poco tarde y
borracho, algo inusual en mí. Aura lo notó y, no sólo eso, de inmediato intuyó
la mala noticia.
―¿Qué pasa, cariño? Dime…―Preguntó mientras me miraba con sus grandes
ojos negros, intimidándome. Tuve que desviar la mirada y guardar silencio un
instante más.
―Adán, dime, por favor, ¿Qué pasa? ―me suplicó moviendo continuamente
las manos hacia su cabello, su rostro, su vientre. Encendí un cigarro. A Aura
no le gustaba que fumara, pero en los últimos meses lo había aceptado con la
condición de que, al hacerlo, no estuviera cerca de ella. Ahora no importaba.
En silencio, le di tres largas caladas al cigarro, luego lo apagué en un vaso
con agua, cerré los ojos y, al volverlos a abrir, encontré su mirada que
buscaba, justo en mí, una respuesta.
―Aura, lo nuestro…
Lloró. Lloró mucho, pero sin quebrantarse, sólo haciendo brotar de sus
ojos gotitas amargas que resbalaban por su rostro distante. No preguntó ni por
quién la dejaba ni el motivo, aunque ella lo sabía. Sólo hizo una petición: que
me quedara esa noche. Acepté. Dormiría en el sofá de la sala para aclarar la
distancia y evitar confusiones. Incluso, aunque era demasiado tarde, comencé a
preparar lo que me llevaría al día siguiente. Entretanto, Aura me miraba de
reojo, en la cama, y tejía con enormes
agujas más ropita para bebé.
―Y justo cuando está por nacer… ―me dijo antes de cerrar la puerta de la
habitación.
Después fui a la sala y apagué las luces. La casa quedó totalmente
oscura. Me acosté en el sofá, bostecé y cerré los ojos con el propósito de
pensar en nada. Pero no podía. Aura volvía a mí como un remordimiento. Si en
verdad la dejaba algo malo podría suceder. Temía que Aura se hiciera daño y… No
pensé más porque me quedé dormido.
Cuando desperté recién amanecía. Un hilo de luz se filtraba por la
ventana entreabierta y me golpeaba en la cara. Me tallé los ojos y los abrí.
Aura estaba en la sala, a sólo tres cuerpos de distancia. Tenía su blusón
manchado y las piernas mojadas. Pisaba, descalza, un charquito color rojo vivo,
mientras se apretaba el vientre y su sexo, llorando quedito y mirándome con una
ligera sonrisa en sus labios pálidos.
―Estoy lista… ―Dijo en voz baja. Entonces me levanté de un salto, corrí
hacia el teléfono y pedí una ambulancia sin dejar de mirarla. Estaba hermosa.
Aura tenía en los ojos un brillo inexplicable, como si estuviera por dar a luz un
sólo motivo de esperanza.
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