Juan Manuel Preciado
Amoric no comprende lo que le pasa. Está desolado. Su llanto desgarrador conmueve hasta las mismas piedras.
Hace pocas semanas, su vida transcurría con una normalidad rayana en la rutina y ahora lo ha perdido todo.
Una vecina compasiva le ofreció su casa como una alternativa y aunque Amoric se ha mudado con ella, este cambio en su vida es como un clavo ardiente del que no quiere sostenerse. Por eso no abandona la idea de regresar a su antigua vivienda e insistir con sus lamentos.
Los vecinos y otras personas que lo observan, lo compadecen, pero ellos saben claramente que no puede hacerse nada más.
Dada su condición, se puede decir que Amoric llevaba una vida más que holgada entre juegos y paseos. Pero lo que más disfrutaba en compañía de Cécile, eran unas largas jornadas en un mullido sillón del mismo color del líquido que su compañera se servía todas las tardes, casi ritualmente alrededor de las siete. Allí, en ese espacio, consumía varias horas en una constante duermevela.
Los juegos en los que Amoric se ocupaba en casa de Cécile eran simples, pero sus paseos eran por lo general prolongados e inquietaban a la buena mujer al grado de angustiarla. Cuando Amoric regresaba a casa, Cécile, después del regaño de rigor, siempre terminaba acariciándolo amorosamente.
A él y a Cécile los unía un vínculo tan fuerte que sólo puede definirse con la palabra amor, amor auténtico.
Cécile lo había adoptado cuando era más pequeño y aunque ahora Amoric rondaba los ocho años de edad, ella lo trataba con los mimos y atenciones que se prodigan a un bebé. El potencial de una maternidad frustrada había encontrado su objetivo.
Por su parte Amoric había quedado huérfano tempranamente, y dadas sus limitaciones, se puede asegurar que no hubiera podido quedar en mejores manos.
El binomio perfectamente integrado parecía indisoluble cuando la repentina muerte de Cécile vino a demostrar una vez más la inexorable impermanencia de las cosas.
Tal vez por un descuido o por una resistencia inconsciente para aceptar lo inevitable, ella no previó el futuro de Amoric y nunca hizo testamento a su favor. El drama que éste vive ahora se acentúa por el hecho de que unos sobrinos de Cécile se movilizaron a su muerte; demostraron ser los únicos parientes legítimos y lograron que un tribunal les adjudicara la casa de la difunta antes que se declarara un bien mostrenco. También rápidamente la vendieron.
Los nuevos inquilinos, ajenos a los antecedentes, ven entre consternados y compasivos la insistencia de Amoric por regresar al que fue su hogar por varios años y se han visto tentados a ser drásticos para hacerle entender que ese lugar ya no le pertenece; pero ni ellos ni nadie pueden ser tan ingratos y resisten, en un acto de conmiseración, las secuelas del drama de quien por segunda vez en pocos años ha vuelto a quedar desamparado.
Amoric, dada su limitada condición, no sabe de leyes ni de herencias ni de compras de propiedad. Quizá intuya que algo grave sucedió pues hace varios días que no ve a Cécile, y aunque la bondadosa mujer que lo recogió le procura alimento y atenciones, no deja de ser para él una extraña.
Con un llanto persistente ronda los confines de su antiguo dominio. El gato Amoric, no comprende qué pasó.
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