viernes, 4 de marzo de 2011

Alicia, la de Lewis Caroll

José Luis Vivar

El diácono anglicano, matemático, lógico, fotógrafo y escritor inglés Charles Lutwidge Dodgson, quien más adelante firmaría sus obras con el seudónimo de Lewis Carroll, mantenía una entrañable amistad con la familia Liddell, aunque de manera especial con Alicia, la segunda hija del mencionado matrimonio.
Lo curioso del caso es que por aquel entonces –alrededor de 1861-, el futuro escritor frisaba los 30, en tanto que ella apenas acaba de cumplir los 10. Esto sin embargo, no significó ningún problema para los padres y demás miembros de la familia quienes veían con buenos ojos que el buen Charles saliera de paseo con la mencionada niña y sus dos hermanas.

            De esos recorridos que daban por los alrededores de la abadía de Westminster fueron naciendo historias en la mente del escritor. Historias extrañas pero al mismo tiempo divertidas, que realmente dejaban sorprendidas a las pequeñas. 

            Esas jornadas de maravillosos cuentos inventados tuvo un momento muy especial, cuando el pequeño grupo de amigos navegaban a bordo de una canoa por el río Godstow –otras fuentes señalan que fue en una barca por el río Támesis-. La fecha quedó registrada para la historia de la literatura: 4 de julio de 1862. Ese día, él les contó un relato al cual tituló de manera improvisada “Las aventuras subterráneas de Alicia”. En dicha ficción, el mismo Carroll relataría que había empezado “metiendo a mi heroína por una madriguera de conejos sin tener la menor idea de lo que iba suceder a continuación”. Al otro día, motivada quizás por lo extraordinario de la narración, la pequeña Alicia comenzó a insistirle a su amigo que escribiese aquella historia. Su obstinada insistencia rindió frutos porque al cabo de un tiempo él cumplió lo prometido, no sin antes mostrárselo a sus más cercanos amigos, quienes le sugirieron que lo publicara. De esa manera, en 1865 apareció en las librerías londinenses “Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas”, con ilustraciones de sir John Tenniel.  Un libro que desde entonces goza del gusto tanto del público infantil como de los adultos.

            Las razones de ese éxito son variadas, aunque se podría decir que todo parte desde el planteamiento. En primera instancia se trata de una trama con tintes surrealista –aunque dicho movimiento artístico aparecería hasta las primeras décadas del siglo XX-, es bizarra pero muy divertida. Una niña y un conejo blanco viven una serie de peripecias debajo de la tierra, y a partir de ese momento lo real, o más bien lo que es lógico se enfrenta a lo imposible de aceptar. Aquello que está arriba también está debajo y detrás de los espejos hay algo más que muy pocos se han atrevido a averiguar. Alicia se desplaza en tiempo y espacio ajenos a todo lo conocido por la mente humana. Las paradojas matemáticas del propio Carroll dan cuenta de situaciones insólitas que terminan por convencer al lector que aún lo más absurdo puede ser verdad. Y no sólo eso. El lenguaje es un elemento primordial en cada una de las descripciones contadas y en esa galería de excéntricos personajes, algunos de ellos más allá de la demencia.

            Dentro de los terrenos de la lingüística, la sintaxis de Carroll está plagada de juegos de palabras, de conceptos y elementos semánticos que despiertan curiosidad por tanta insensatez en pos de la comprensión hacia la misma historia. Él mismo en su momento llegó a decir que las historias “surgieron por sí mismas” porque confesaba ser incapaz de “crear como un reloj a costa de un esfuerzo voluntario”.

            Debido a esa complejidad de imágenes retóricas y visuales, Walt Disney se sintió atraído por esa historia caótica y produjo una película que cubrió las expectativas en su momento y aún en nuestros días: Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, Clyde Geromine, 1951) Las situaciones absurdas que vive esa niña –la cual por cierto dista mucho de la verdadera Alicia-, persiguiendo a ese conejo blanco siguen despertando en el espectador cuestionamientos que nadie, ni siquiera el sombrero loco han podido responder. Sólo hay que volver a verla para entender que nada es real pero eso no importa, si al fin y al cabo nos divierte.

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