Ricardo
Sigala
Hace
30 años nos despedimos de Julio Cortázar, aquel 12 de febrero de 1984,
inesperadamente el más jovial de los escritores latinoamericanos había muerto.
Cómo poder conciliar tanta vitalidad, tanta emoción por vivir, cómo imaginar a
ese “muchacho” adicto a las causas revolucionarias, a la tolerancia, a las
búsquedas típicas de los años sesenta, cómo concebir que el máximo creador de
divertimientos en cada una de sus páginas se había dado a la tarea de morir. La
muerte parecía un concepto verdaderamente anómalo aplicado a Julio Cortázar.
Pocos escritores en la historia de
la literatura se han atrevido a tanto y con tanto éxito como este argentino
universal. Cortázar nos enseñó que la literatura es un juego, un juego
demasiado serio pero al fin un juego. Su más popular obra, Rayuela, que en México correspondería al juego del avión o al
bebeleche, es un espacio que representa
la libertad lectora. El lector es un elemento fundamental del libro, pues él
decide si quiere leer de manera convencional, es decir de principio a fin, o si
sigue un cuadro de instrucciones que
sugiere una serie de saltos en los capítulos, o en su defecto si el lector
establece el orden personal de la lectura del libro. Cortázar con esta
estrategia le dio la posibilidad al lector de ser también un autor que va
construyendo a voluntad el texto leído. Rayuela
es uno de los generadores de lo que se dio en llamar el lector activo. Esta
novela publicada en 1963, es un ejemplo más de lo que sucedería justo en esa
década emblemática respecto a las
libertades en el sigo XX, la década del rock and roll, de los hippies,
de los movimientos del 68 en México, en París, Estados unidos, la Primavera de
Praga, y desde luego del Boom latinoamericano, que daría carta de ciudadanía
universal a la literatura escrita en español fuera de España.
Cortázar jugó un papel muy
comprometido con las causas sociales, hombre consciente y sensible simpatizó
con la izquierda de su tiempo y con los movimientos antiimperialistas, fue un
declarado enemigo de las dictaduras que ensuciaron la historia de Latinoamérica.
No obstante, su literatura nunca fue panfletaria, por el contrario sus cuentos
gozan de una marcada indagación en la difíciles fronteras entre el sueño y la
vigilia, entre el mundo real y las fantasías y los más profundo anhelos, se
sumerge en las hipótesis más atrevidas en lo referente a las relaciones que la
ficción establece con nuestra vida cotidiana. Podríamos catalogar los cuentos
de Julio Cortázar como fantásticos, salvo que esa fantasía está arraigada en
las circunstancias más realistas de nuestra vidas. El hombre que lee una novela
en la que se fragua su propia muerte en manos de su esposa adúltera y del
amante, la culta y opulenta pianista argentina que descubre que en el Bélgica
tiene una vida alterna como pordiosera, la casa que va siendo tomada por “algo”
que termina por expulsar a sus moradores, son sólo ejemplos memorables de la
maestría de Julio Cortázar.
Hace 30 años, decía, perdimos a
Julio Cortázar, en el sentido en que ya no aspiraremos e verlo en una
conferencia u obtener de él un autógrafo o una fotografía, ya no podremos decirle gracias personalmente
por sus libros, y ni siquiera despedirnos de él. Porque para los que nunca lo
tratamos personalmente será siempre ese desconocido imprescindible, que lo
extrañamos por todo lo se llevó al morir,
y que lo queremos entrañablemente por todo lo que nos dejó.
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