Ricardo
Sigala
En alguna de sus
múltiples páginas, Borges habló de un paisajista cuya suma de obras a lo largo
de su vida termina siendo la representación de su propio rostro. Algo similar sucede
con Myriam Moscona, a lo largo de tres
décadas ha ido construyendo una obra por demás personal, caracterizada por una
conciencia del lenguaje manifiesta en una expresión precisa y transparente, y
por la indagación constante en el tema
de la identidad, esa fluctuación entre el yo más íntimo y el yo múltiple que definimos
como tradición.
En
esa suma de paisajes que es una obra, si seguimos con la metáfora de Borges,
Moscona ha explorado diversas geografías. La poesía, con búsquedas diversas y
afortunadas; la traducción, con sus respectivos reconocimientos; el periodismo
cultural, como colaboradora en numerosas publicaciones nacionales y extranjeras, y su actividad en radio y televisión cultural; y
en los últimos tiempos en la narrativa en donde se ha revelado como una
novelista de gran calidad.
La
primera imagen que tuvimos de esta escritora mexicana de familia búlgara sefardí,
es la de la poeta que tuvo su carta de presentación en su libro Último Jardín en 1983, cinco años más
tarde Las visitantes le daría el
Premio de Poesía Aguascalientes; después le seguirían El árbol de
los nombres (1992) y Vísperas (1996), en estos sus primeros libros se le ha querido
ver como una heredera de escritores de la genealogía de Rainer Maria
Rilke, Guillaume Apollinaire, Cioran y Kenneth
Rexroth, entre otros. En éstas
primeras entregas la escritora recurre a tópicos de las tradiciones griega y
hebrea, y explora en su condición migrante y femenina.
Una segunda etapa en su trabajo
poético tiene su inicio en el año 2000 con Negro marfil, a
la que le continuarán El que nada (2006) y De par en par (2009), estos libros han sido calificados como
“experiencias abisales” propias de cierta poesía moderna como la de Stéphane
Mallarmé, Paul Celan y José Ángel Valente, en donde el verso es presentado como
un acontecimiento sígnico y verbal en el ámbito de la página; aquí el verso se
escalona, se superpone, se centra o se diluye en sus orillas, flota y da
sentido al vacío de la página, el silencio del poema se manifiesta con una
fortaleza poderosa y se distancia del proceder tradicional de la poesía.
Simultáneamente a este proceso de experimentación en su
obra poética, Moscona incursionó en el terreno de la llamada poesía visual,
libros de carácter artesanal entre los que destacan Velo verde, La poesía
mexicana, Las dos tortillas y Norteada. Estas propuestas, que destacan
por su radicalidad y sentido lúdico, le han dado un reconocimiento
internacional, lo evidencian la obtención de una residencia artística por parte
del Centro Banff para las Artes de Canadá en el año 2000, justo para la
realización de un proyecto de poesía visual, y el hecho de que una colección de
sus poemas visuales forma parte de los archivos especiales de la Universidad de
Irvine en California.
No es este el único suceso más allá de nuestras fronteras
en relación con la poesía de Myriam Moscona, varios de sus libros cuentan con
ediciones en diversas lenguas extranjeras: páginas oficiales de la cultura en
México registran versiones en inglés, portugués, francés, italiano, búlgaro,
ruso, alemán, hebreo, sueco, holandés y árabe. Entre éstas la más destacada es
sin duda la que Jen Hoffer realizó al inglés de su poemario Negro marfil,
pues no sólo ha aparecido en distintas publicaciones estadounidenses en forma
bilingüe, sino que en 2012 recibió el Premio Harold Morton Landon de la Academia
estadounidense.
Moscona
también ha ejercido la traducción, del inglés al español tradujo una antología de la obra del poeta estadounidense Kenneth
Rexroth, y junto con Adriana González Mateos tradujo La música del desierto de
William Carlos Williams, con el que obtuvo el Premio Nacional de Traducción en
1996. En 2013 publicó junto con Jacobo Sefamí el volumen bilingüe titulado Por mi boka. Textos de la diáspora sefardí
en ladino, en el que seleccionan y traducen al castellano textos
originalmente escritos en ladino o judeoespañol, como fragmentos de la Biblia
de Ferrara y de los autores Mean Loez, Clarisse Nicoidski, Juan Gelman, Marcel
Cohen y Denise León. Este es sólo un
muestra de la tarea que Myriam Moscona ha abrazo con pasión en torno a la
recuperación y difusión del ladino y cuyo más alto ejercicio hasta ahora es su
entrañable novela Tela de sevoya.
Otro
ámbito en el que la autora de Las
visitantes ha dejado una impronta tiene que ver con el periodismo cultural,
esa tarea de acercar la cultura a la diferentes públicos. Todo el que haya
estado al tanto de los suplementos culturales y revistas literarias en nuestro
país sabrá de la constancia de sus colaboraciones, sin embargo Moscona
incursionó también en el periodismo radiofónico y el televisivo, ella fue la
productora de “Bellas Artes en radio” y conductora del noticiero cultural
“9:30” del canal 22, durante casi una década. En 1994 incursionó en
la biografía con el libro titulado De frente y de perfil, semblanzas de
poetas, una suma de setenta y cinco perfiles de poetas mexicanos vivos,
ilustrados por Rodolfo Cuéllar, nueve de estas semblanzas fueron más tarde
adaptadas para la televisión cultural mexicana.
En 2012 Myriam Moscona publicó una obra fundamental para
nuestra literatura, Tela de sevoya, que nace de un proyecto que se prolongó durante
varios años y que la autora tuvo la paciencia y la sabiduría de saber llevar a
buen término. Después de varios viajes, entrevistas con hablantes de ladino en
mundo, de investigaciones lingüísticas, de indagar en su memoria y la de los
suyos, en la documentación tan predecible como inesperada, Myriam Moscona se vio
en la necesidad de elaborar un libro misceláneo en cuanto a sus medios de
expresión y logró un título que se perfila para ser indispensable para la
literatura mexicana, un documento que contribuye a la comprensión de las
migraciones en nuestro país, así como la reivindicación de una lengua (y su
respectiva cultura), si bien con pocos hablantes en el mundo (unos 300 mil)
cuenta entre ellos a figuras de la talla de Elias Canetti, Juan Gelman, Albert
Cohen y Julia Kristeva, sólo por mencionar a los conocidos.
Tela de sevoya es un cruce caminos en el que
confluyen la novela, el ensayo, la crónica, las memorias y la poesía para
narrar la vida de la autora y su viaje de México a Bulgaria en busca de sus
raíces, su identidad y su memoria; un viaje en el espacio, en el tiempo y hacia
el propio interior de la protagonista, esa versión femenina de nuestro Juan
Preciado, que viaja no a Comala sino a Bulgaria, en busca de sus padres. En el
inicio de la novela, en la página 18 dice la protagonista “Yo, en mi herencia desnuda,
más allá de la lengua, en los cuerpos que rodean mi chiquez, papá y mamá, digo, la necesidad de inventarles biografías
porque los perdí de vista; por eso vine, porque me dijeron que aquí podría
descubrir la forma de atar los cabos sueltos”.
Y
en ese atar los cabos sueltos, el lector se encuentra con un nutrido número de
personajes memorable y entrañables, la abuela Victoria, “ese tótem
decimonónico que se encargó de agriarme la vida desde su comienzo”; el tío que
fue compañero de escuela de Elias Canetti del que se enteró que había sido
escritor, aquel jueves de 1981 en que en la tele dijeron que había ganado el
nobel de literatura; la hermosísima anciana, nonogenaria ,a quien quizás su
belleza la había salvado de holocausto; Missiniko que apareciera en la XEW con
la shorra en pies; la tía Ema que se
sentía orgullosa de fabricar la sábana en que se proyectaba el cine, para que
ahí donde sucedieran todas la cosas de Dios y del diablo; esa población judía
en Bulgaria que no le abrió las puertas a Dios cuando vino al mundo porque “no mostraban interés
en las visitas celestiales”.
Tela de sevoya ganó el Premio
Xavier Villaurrutia de escritores para escritores en 2012, y se muestra como un
paisaje de grandes alcances que contribuye a continuar rebelándonos el rostro
de Myriam Moscona, un rostro a quien los lectores le “debemos la palabra
luminosa de la ofrenda: la palabra gracias”.
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