Ricardo
Sigala
El jueves antepasado aguardábamos en Zapotlán a Hugo Gutiérrez Vega, teníamos
una cita con él después de una larga espera, desde 2012 no lo veíamos por estas
tierras con las que tanto se había encariñado, primero por ser la cuna de su
admirado Juan José Arreola, luego por haber fundado aquí su cátedra del
“periodismo cultural y las letras”. Habíamos visto con satisfacción cómo el
movimiento periodístico literario había dejado al lado del sendero la modorra
que lo agobiaba, y se convertía en lo que me gusta llamar una “primavera
cultural”. Hugo Gutiérrez Vega en cosa de tres o cuatro años había pasado a ser
parte de nosotros: parte de nuestra universidad, de nuestros oficios, nuestras
lecturas, nuestras conversaciones, y lo que es más, había pasado a ser parte de
nuestros recuerdos, de nuestros más íntimos recuerdos por la profunda humanidad
con la que andaba por el mundo, del que ya entonces formábamos parte. En Ciudad Guzmán, en
Guadalajara y en el resto de país la gente del medio periodístico literario nos
asociaba con su figura de patriarca amable.
“Muy querido Hugo: ¿qué
nos pasó? Teníamos una cita en Zapotlán el Grande el 25 de septiembre y ninguno
de los dos la cumplió”, Escribió Fernando del Paso, el 1º de octubre en la
Jornada. Don Fernando ya salió del hospital, pero Hugo Gutiérrez Vega no ha
vuelto. En Zapotlán nos quedamos esperando su palabra sabia y cordial, el humor
con que nos enseñó a amar la vida y la literatura, su mano frágil, temblorosa que nos sabía
sostener cuando parecía que se conjuraban todas la piedras del camino. Nos
quedamos esperando su generosidad, con el corazón abierto y ávidos de su
presencia, esa presencia que se nos negó en los últimos años por no sé qué
oscuros designios. Ayer también, en el conversatorio, Alejandro von-Düben, dijo
que Don Hugo nos dio tanto quizás porque cuando hablaba con nosotros nos
confundió con pájaros o con ángeles, como le sucedió la abuela entrañable de aquel poema suyo.
Gutiérrez Vega nos
ensañó, junto con Cavafis, que el
objetivo no era llegar a Ítaca, sino recorrer el camino hacia ella, y ahora que
desembarca en la isla griega que tanto amó, nos quedamos como los caballos de
Aquiles ante este interminable desastre. Hace 45 años escribió una carta a su
amigo el poeta José Carlos Becerra muerto en la carretera de Brindisi. Quizás
cada muerte es todas la muertes y un poeta muerto es todos los poetas muertos,
como quería Borges. Yo quiero regresarle las palabras que le ofrendó al autor
de El otoño recorre las islas, porque
nosotros también lo “conocimos ya muy
tarde”, y también pronto “aprendimos con gozo a amar los ojos” con que veía el
mundo. Porque también don Hugo tenía un compromiso “con la pureza extemporánea,
con la más arriesgada de las honestidades”; por eso nos hablaba asombrado de
las cosas que vio en Zapotlán, de la laguna, de los volcanes, de la casa de Juan José Arreola, de
todos sus amigos, de tu infancia en Lagos de Moreno, de los poetas que lo
sostuvieron, y le ayudaron a entender que todo acaba cuando acaba el placer;
por eso nos hablaba de las mujeres, de la bella y amable Lucinda y “ de las cosas
de México” que tanto le dolían.
Los últimos días he tomado entre mis manos los
recuerdos que don Hugo me dejó, y hago una oración en mi condición de descreído
y rezo como él hace cuarenta y cinco años:
“Ahora, con tu muerte, el río de las palabras ha
disminuido su caudal.
No exagero, poeta. No hago tu
elogio fúnebre. (La oratoria te daba desconfianza, bien lo sé.) Digo todo esto
dando una cabriola de cine mudo, saludándote con mi vieja corbata.
La vida sigue sin ti, hermano,
pero ya no es la misma ni lo será ya nunca para los que te amamos.
Nos hemos quedado con lo que
nos dijiste. Gracias por tus asombros, por esa diminuta certeza de alegría que
a todos repartiste.
Hablaremos de ti como se habla
de esos ausentes dones que un día nos da la tierra y que nos quita con su
inocente furia al día siguiente.”
La cita queda abierta; nos veremos, peregrinos, al final del horizonte,
cuando el placer termine.
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