jueves, 8 de octubre de 2015

Cuando el placer termine. In memoriam HGV


Ricardo Sigala


El jueves antepasado aguardábamos en Zapotlán a Hugo Gutiérrez Vega, teníamos una cita con él después de una larga espera, desde 2012 no lo veíamos por estas tierras con las que tanto se había encariñado, primero por ser la cuna de su admirado Juan José Arreola, luego por haber fundado aquí su cátedra del “periodismo cultural y las letras”. Habíamos visto con satisfacción cómo el movimiento periodístico literario había dejado al lado del sendero la modorra que lo agobiaba, y se convertía en lo que me gusta llamar una “primavera cultural”. Hugo Gutiérrez Vega en cosa de tres o cuatro años había pasado a ser parte de nosotros: parte de nuestra universidad, de nuestros oficios, nuestras lecturas, nuestras conversaciones, y lo que es más, había pasado a ser parte de nuestros recuerdos, de nuestros más íntimos recuerdos por la profunda humanidad con la que andaba por el mundo, del que ya entonces  formábamos parte. En Ciudad Guzmán, en Guadalajara y en el resto de país la gente del medio periodístico literario nos asociaba con su figura de patriarca amable.



            “Muy querido Hugo: ¿qué nos pasó? Teníamos una cita en Zapotlán el Grande el 25 de septiembre y ninguno de los dos la cumplió”, Escribió Fernando del Paso, el 1º de octubre en la Jornada. Don Fernando ya salió del hospital, pero Hugo Gutiérrez Vega no ha vuelto. En Zapotlán nos quedamos esperando su palabra sabia y cordial, el humor con que nos enseñó a amar la vida y la literatura,  su mano frágil, temblorosa que nos sabía sostener cuando parecía que se conjuraban todas la piedras del camino. Nos quedamos esperando su generosidad, con el corazón abierto y ávidos de su presencia, esa presencia que se nos negó en los últimos años por no sé qué oscuros designios. Ayer también, en el conversatorio, Alejandro von-Düben, dijo que Don Hugo nos dio tanto quizás porque cuando hablaba con nosotros nos confundió con pájaros o con ángeles, como le sucedió  la abuela entrañable de aquel poema suyo.

            Gutiérrez Vega nos ensañó, junto con Cavafis,  que el objetivo no era llegar a Ítaca, sino recorrer el camino hacia ella, y ahora que desembarca en la isla griega que tanto amó, nos quedamos como los caballos de Aquiles ante este interminable desastre. Hace 45 años escribió una carta a su amigo el poeta José Carlos Becerra muerto en la carretera de Brindisi. Quizás cada muerte es todas la muertes y un poeta muerto es todos los poetas muertos, como quería Borges. Yo quiero regresarle las palabras que le ofrendó al autor de El otoño recorre las islas, porque nosotros también lo  “conocimos ya muy tarde”, y también pronto “aprendimos con gozo a amar los ojos” con que veía el mundo. Porque también don Hugo tenía un compromiso “con la pureza extemporánea, con la más arriesgada de las honestidades”; por eso nos hablaba asombrado de las cosas que vio en Zapotlán, de la laguna, de los  volcanes, de la casa de Juan José Arreola, de todos sus amigos, de tu infancia en Lagos de Moreno, de los poetas que lo sostuvieron, y le ayudaron a entender que todo acaba cuando acaba el placer; por eso nos hablaba de las mujeres, de la bella y amable Lucinda y “ de las cosas de México” que tanto le dolían.

Los últimos días he tomado entre mis manos los recuerdos que don Hugo me dejó, y hago una oración en mi condición de descreído y rezo como él hace cuarenta y cinco años:  

“Ahora, con tu muerte, el río de las palabras ha disminuido su caudal.
    No exagero, poeta. No hago tu elogio fúnebre. (La oratoria te daba desconfianza, bien lo sé.) Digo todo esto dando una cabriola de cine mudo, saludándote con mi vieja corbata.

    La vida sigue sin ti, hermano, pero ya no es la misma ni lo será ya nunca para los que te amamos.

    Nos hemos quedado con lo que nos dijiste. Gracias por tus asombros, por esa diminuta certeza de alegría que a todos repartiste.

    Hablaremos de ti como se habla de esos ausentes dones que un día nos da la tierra y que nos quita con su inocente furia al día siguiente.”

La cita queda abierta; nos veremos, peregrinos, al final del horizonte, cuando el placer termine.


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