jueves, 8 de octubre de 2015

Para Hugo Gutiérrez Vega, que hablaba con nosotros creyéndonos ángeles



Alejandro von-Düben

I
Cuando conocí a Hugo Gutiérrez Vega, aun no lo había leído. Sabía que era poeta, que tenía un rango importante en el periódico La Jornada, que había viajado por el mundo y hablaba muchas lenguas y era un hombre culto, un nombre importante entre los intelectuales mexicanos. Sin embargo, yo nunca lo había leído. Y no me arrepiento, porque cuando lo conocí a él antes que a su obra, me di cuenta de la suerte que tuve. Ahora que leo y releo sus textos y poemas, me es imposible no encontrar en ellos la voz, los ojos, la mano de quien los escribió.


II
Lo conocí en Zapotlán el Grande. Era el año 2009. Primero dio una conferencia sobre Arreola. Luego, al día siguiente, temprano, hubo un desayuno al que yo fui invitado por el maestro Ricardo Sigala, un desayuno donde también estaría Hugo Gutiérrez Vega. Ahí fue cuando, por primera vez, pude platicar con él. Recuerdo que pedí chilaquiles rojos y que celebró mi decisión. Habló sobre mi apellido, sobre Suecia, en sueco dijo algunas palabras y enseguida contó una anécdota: él poseía una carta que hace mucho el mismísimo Ingmar Bergman le había mandado. Su voz era un caudal de conocimiento. En un día aprendí más de lo que pude haber aprendido en, por ejemplo, un mes de clases.

III
Pero Hugo Gutiérrez Vega no sólo era una persona con un amplio conocimiento de este mundo y del mundo de las letras; también era un hombre bastante humano, que contaba poemas sin necesidad de escribirlos, que desbordaba emociones sin artificios de común empleo; y, si no me creen, recomiendo teclear su nombre en youtube. Como en un bazar de asombros, su rostro reflejaba los más bellos gestos de la humanidad cuando hablaba de algo que le conmovía: como la actual situación en México, la literatura, el periodismo, o sobre algún poeta y amigo muerto en días recientes ―como Juan Gelman―, o hace muchos años ―como José Carlos Becerra―.  
IV
En sus peregrinaciones por Zapotlán, su paso nos dejó una huella imborrable. Diría que, principalmente, en la comunidad universitaria, pues Hugo Gutiérrez Vega hablaba con los estudiantes creyéndonos en veces pájaros, en veces ángeles, porque a nosotros nos encomendaba el futuro, dándonos esperanzas con forma de alas para no volvernos del todo terrenales. Sin duda, muchos de nosotros tenemos una gran deuda con él. Por ello, no hay que darle flores que pronto marchitan, ni levantar estatuas con su imagen para el beneplácito de políticos y palomas, ni utilizar su nombre sólo para enaltecer el nuestro; hay que leerlo, hay que hablar de él, pronunciarlo para que el tiempo nunca nos lo arrebate porque, estoy seguro, don Hugo Gutiérrez Vega tuvo una muerte inconclusa, una muerte opacada por la vida que sostuvo, por la persona que fue y por la poesía que por siempre será.



Para la abuela que hablaba con pájaros creyéndolos ángeles

I
La Abuela abría las puertas de la mañana;
entraba el sol por el balcón cerrado
y un rayo se pegaba a sus gafas solares.
El día andaba ya por los corredores
abrillantando las plumas del pájaro ciego,
jugando un rato con los peces anhelantes
en su marecito engañoso,
y con el caracol de filos negros
en su playa de cristal.
La claridad giraba por los cuartos vacíos
y se escondía entre las cortinas.
De las gafas de la Abuela brotaba el día
y bajo mi cama se enroscaban los vientos.
Cerraba los ojos y regresaba al sueño.
Las sábanas me daban una noche que sólo existía ahí
y que se prolongaba por unas horas,
mientras la mañana maduraba
y se caía a pedazos en las calles de color naranja
y en el cielo azul y tonto de los trabajos para vivir.

II
Un polvo limpísimo, casi más fino que el aire de esta mañana,
se levantó cuando abrimos la tumba de la Abuela.
La caja se deshizo, y el cráneo que tenía aún su blanca trenza
cayó con tanta gracia, que la tierra se negó a entrar en él.
¡Quién lo dijera!; tú que tanto temías morirte sola
has pasado diez años en la tumba hablando con tus ángeles,
percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras.
“La muerte es grande” dices, y la vida se concentra en tu trenza.
No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando a la casa;
entrando sin cesar.
Si nada cesa tú nunca cesarás.
La muerte grande te besó en las mejillas
y nosotros lloramos y reímos.
Estábamos contigo.
Tu memoria no se detuvo nunca.

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