Poema ganador de los Juegos Florales Zapotlán 2014.
Alejandro von Düben
Recordamos la
infancia
Como un refugio
para menos morir.
José Ángel Valente
Decir
que hace un buen día en Zapotlán sería decir una mentira
hoy
llueve y entre mis huesos y el frío existe el mundo,
hoy
mis ojos son una ventana que da a un domingo triste,
a
esta mañana de principios de otoño,
gris
como el cielo y el agua que cae sobre la ciudad y sus calles,
caminos que ya son ríos arrastrando consigo
septiembre,
algunos
nombres o vidas y recuerdos de la infancia,
cuando
la lluvia no era nostalgia sino un pretexto para empaparme el alma,
o
cuando en lugar de ventanas mis ojos eran un par de canicas
que
brincaban de un lado a otro bajo la lluvia pero por encima de las nubes,
en
ese entonces era posible visitar otros
países
navegando
los charcos del verano, sintiendo la brisa como un ciego frente al mar,
haciendo
patitos hasta el horizonte o hasta la llegada de la noche,
cuando
regresaba a casa y veía los días rompiéndose en la palma de mi mano
con
una muerte bellísima por inexplicable que era.
Hoy
en la lluvia los cuerpos se deshojaban igual que árboles viejos
y
es como si sólo existiera esta soledad desbocada en el domingo triste
y
en la memoria, en la nostalgia y en las horas que me duelen por todo el cuerpo,
tiempo
destrozado como en una suite de jazz pero en silencio.
en
la infancia no sucedía así: la música emergía en cualquier lugar e instante,
atravesaba
cunas y cementerios brotando del aire y de mamá
que
cantaba con un pajarito en el paladar o en las manos,
esas
manos de mamá que eran cajitas musicales, refugio de palomas,
manos
que con una caricia abrían de tajo la luz para bañarme en ella
cuando
la oscuridad acudía a mi rostro nublado por un llanto pasajero,
recuerdo
que a mamá le bastaba con sólo acariciar mi mejilla
y
mirarme con sus ojos solares, dibujando un arcoíris inverso en mi boca,
una
sonrisa, un gesto de alegría que tenía el hálito de una bala tirada al cielo,
haciendo
que volviera el júbilo de la carne, mi inocencia de estar vivo y ser libre,
sí,
a pesar de la escuela o de haber sido el menor en la familia
aunque
no el único niño, también lo eran mi hermana y mis primos
con
los que acostumbraba juntar sueños, amarrarlos a un hilito
y
sacarlos a volar por el mundo para descubrir con ellos
ciudades
recién inventadas, reinos de la infancia donde viví y morí
el
día en que me gustó una niña por el olor a café de sus ojos americanos.
Ahora
no soy más que una sombra desnuda,
los
recuerdos caen como lluvia sepultándose entre gusanos de aire o de tierra,
busco
algún sitio donde refugiarme, pero sólo encuentro un cuerpo cansado
junto
a este poema que escribo para matar el tiempo
y
que ahora termino y arranco –no como se arranca una flor,
sino
como alguien que se extirpa el corazón rabiosamente enamorado-,
entonces,
sin pensarlo, hago con el poema un barquito de papel y salgo de casa,
lo
suelto bajo la lluvia, en el agua, en el río que es la calle y en el domingo
triste
abordo
este barquito ebrio que se arroja a los cuatro vientos de la poesía
para
volver a la infancia o vivir en el intento.
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