jueves, 13 de agosto de 2015

Jiménez y el Volcán

Héctor Alfonso Rodríguez Aguilar



No cabe duda que al leer la novela Zapotlán (1940) de nuestro coterráneo Guillermo Jiménez,  nos damos cuenta que está obra fue mimetizada en muchas de sus temas y situaciones vitales con respecto a La Feria, la otra novela que nos habla de la cuna de los hombres ilustres. Juan José Arreola retomó muy bien aquellos sucesos y situaciones históricas, que en la comunidad tuvieron amplia repercusión. Y desde luego para Arreola fue una muy buena guía la obra jimeniana, dado su similitud en personajes, hechos y recuerdos traídos a la memoria como le gustaba a Juan José al plasmarlo con su pluma en su novela.



Dos fenómenos naturales y su impacto en la población zapotlense fueron abordados por ambos autores, como fueron: Los terremotos (sismos) y la erupción volcánica. Guillermo Jiménez nos deja una estampa sin igual con respecto aquel acontecimiento que cimbró el diario vivir de los pobladores de “la capital del Sur de Jalisco”.  Me refiero a la magna erupción del gran coloso de fuego, llamado ´el Colima´, que se efectúo en una mañana del año de 1913. 

Podemos leer aquellos pasajes de ambos autores que hacen alusión al siniestro, pero siendo Guillermo Jiménez el primero que abordó por escrito, toma otra dimensión, por ser su pluma fina, y dueño de un estilo depurado y poético que plasmó en el histórico acontecimiento.

Hoy ante la constante actividad volcánica, y siendo calendárico el fenómeno de las erupciones del coloso –han pasado desde aquella última gran erupción, más de 102 años del suceso-.  Recordamos literariamente de la escritura de Jiménez, la que fue para Zapotlán el Grande aquel pequeño acontecimiento pompeyano.

“Legiones de milicias angélicas, como esos ángeles de las anunciaciones de la pintura italiana, bajaban constantemente de los jardines celestiales para arreglar las cosas de Zapotlán; en todo tenían que ver: En la sequía, en el exceso de lluvias, en los temblores, en las erupciones volcánicas, en las plagas del ganado. El intermediario era San José, patrono del pueblo, cuya imagen se venera en uno de los altares de la catedral…

Un trueno ensordecedor hizo estremecer las casas del pueblo; eran como las diez de la mañana; el volcán de Colima había hecho erupción; las llamas salían del cráter inmensas, amenazadoras; una negra columna de humo se tendió en el confín. Comenzó a oscurecer, como si llegase la noche, y una menuda lluvia de arena cayó sobre el pueblo.

El pavor se extendió en la ciudad, los habitantes salían atónitos de sus casas y corrían al llano y a la montaña; parecía el juicio final y que de un momento a otro aparecería en el horizonte un ángel vestido de blanco tocando una trompeta de oro.

Coyotes, armadillos, zorras y lobos bajaban aullando de las montañas y se guarecían en la lobreguez de las calles. La arena caía con más intensidad y, por su peso, se hundían los tejados de las casas pobres. Pasaron una, dos, tres horas y la arena seguía cayendo como una maldición.

Era casi imposible caminar por las calles; los pies se hundían y la atmósfera se enrarecía paulatinamente, tornándose irrespirable. Era muy difícil conocer a una persona a tres metros de distancia. A las doce del día encendieron la luz pública.

La multitud, loca de angustia, corrió al templo. Entre lamentos y entre oraciones bajaron a San José de su altar, le pusieron un sombrero y su clásico capote de palma y lo sacaron por las calles arenosas. La campana mayor del templo ululaba de congoja. Las luces de los cirios, en la doliente procesión, eran luciérnagas en una noche de tinieblas. Los látigos de los penitentes zumbaban macabros y los ayes brotaban de las gargantas, desesperados y roncos.

Suavemente como por milagro, fue cesando de caer la arena y se abrió el día brillando el sol como sobre un inmenso ópalo en las calles color de plomo. Frente a la iglesia, arrodillado, con los brazos en cruz, con la cabeza cubierta de ceniza y arena, el sol de la tarde sorprendió a aquel santo varón, que en vida llevó el nombre de José María Moreno, anciano de sesenta años, modelo de caballeros y socio de todas las cofradías místicas: Hermano mayor de la vela perpetua y humilde hermano de la Tercera Orden.

Sus oraciones de hombre justo, sin duda, llegaron al Arcano; pero fue tanto su dolor, fue tanta su consternación ante la obscuridad apocalíptica, que perdió la razón”. 



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