Héctor Alfonso Rodríguez Aguilar
No cabe duda que al leer la novela Zapotlán
(1940) de nuestro coterráneo Guillermo Jiménez,
nos damos cuenta que está obra fue mimetizada en muchas de sus temas y
situaciones vitales con respecto a La
Feria, la otra novela que nos habla
de la cuna de los hombres ilustres. Juan José Arreola retomó muy bien aquellos
sucesos y situaciones históricas, que en la comunidad tuvieron amplia
repercusión. Y desde luego para Arreola fue una muy buena guía la obra
jimeniana, dado su similitud en personajes, hechos y recuerdos traídos a la
memoria como le gustaba a Juan José al plasmarlo con su pluma en su novela.
Dos fenómenos naturales y su impacto en la población zapotlense fueron
abordados por ambos autores, como fueron: Los terremotos (sismos) y la erupción
volcánica. Guillermo Jiménez nos deja una estampa sin igual con respecto aquel
acontecimiento que cimbró el diario vivir de los pobladores de “la capital del
Sur de Jalisco”. Me refiero a la magna
erupción del gran coloso de fuego, llamado ´el Colima´, que se efectúo en una
mañana del año de 1913.
Podemos leer aquellos pasajes de ambos autores que hacen alusión al
siniestro, pero siendo Guillermo Jiménez el primero que abordó por escrito,
toma otra dimensión, por ser su pluma fina, y dueño de un estilo depurado y
poético que plasmó en el histórico acontecimiento.
Hoy ante la constante actividad volcánica, y siendo calendárico el fenómeno
de las erupciones del coloso –han pasado desde aquella última gran erupción,
más de 102 años del suceso-. Recordamos
literariamente de la escritura de Jiménez, la que fue para Zapotlán el Grande
aquel pequeño acontecimiento pompeyano.
“Legiones de milicias angélicas, como esos ángeles de las anunciaciones de
la pintura italiana, bajaban constantemente de los jardines celestiales para
arreglar las cosas de Zapotlán; en todo tenían que ver: En la sequía, en el
exceso de lluvias, en los temblores, en las erupciones volcánicas, en las plagas
del ganado. El intermediario era San José, patrono del pueblo, cuya imagen se
venera en uno de los altares de la catedral…
Un trueno ensordecedor hizo estremecer las casas del pueblo; eran como las
diez de la mañana; el volcán de Colima había hecho erupción; las llamas salían
del cráter inmensas, amenazadoras; una negra columna de humo se tendió en el
confín. Comenzó a oscurecer, como si llegase la noche, y una menuda lluvia de
arena cayó sobre el pueblo.
El pavor se extendió en la ciudad, los habitantes salían atónitos de sus
casas y corrían al llano y a la montaña; parecía el juicio final y que de un
momento a otro aparecería en el horizonte un ángel vestido de blanco tocando
una trompeta de oro.
Coyotes, armadillos, zorras y lobos bajaban aullando de las montañas y se
guarecían en la lobreguez de las calles. La arena caía con más intensidad y,
por su peso, se hundían los tejados de las casas pobres. Pasaron una, dos, tres
horas y la arena seguía cayendo como una maldición.
Era casi imposible caminar por las calles; los pies se hundían y la
atmósfera se enrarecía paulatinamente, tornándose irrespirable. Era muy difícil
conocer a una persona a tres metros de distancia. A las doce del día
encendieron la luz pública.
La multitud, loca de angustia, corrió al templo. Entre lamentos y entre
oraciones bajaron a San José de su altar, le pusieron un sombrero y su clásico
capote de palma y lo sacaron por las calles arenosas. La campana mayor del
templo ululaba de congoja. Las luces de los cirios, en la doliente procesión,
eran luciérnagas en una noche de tinieblas. Los látigos de los penitentes
zumbaban macabros y los ayes brotaban de las gargantas, desesperados y roncos.
Suavemente como por milagro, fue cesando de caer la arena y se abrió el día
brillando el sol como sobre un inmenso ópalo en las calles color de plomo.
Frente a la iglesia, arrodillado, con los brazos en cruz, con la cabeza
cubierta de ceniza y arena, el sol de la tarde sorprendió a aquel santo varón,
que en vida llevó el nombre de José María Moreno, anciano de sesenta años,
modelo de caballeros y socio de todas las cofradías místicas: Hermano mayor de
la vela perpetua y humilde hermano de la Tercera Orden.
Sus oraciones de hombre justo, sin duda, llegaron al Arcano; pero fue tanto
su dolor, fue tanta su consternación ante la obscuridad apocalíptica, que
perdió la razón”.
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