lunes, 21 de septiembre de 2015

El mal de Arreola

Ricardo Sigala


Para Juan José Arreola la literatura fue el prisma desde el que decidió contemplar la existencia; sus libros emanan a cada línea, a cada frase, una serie impresionante de referencias librescas, leer la obra de Juan José Arreola es zambullirse en un océano inagotable de citas, de guiños, de ingeniosas reelaboraciones eruditas. Sus presentaciones públicas ya fuera en la televisión, la radio o en una universidad también se teñían con su tinta creativa y multireferencial; cualquier conversación, por más ocasional que fuera, terminaba convirtiéndose en una disertación literaria, pero no sólo eso también buscaba encontrar respuestas a los enigmas de la existencia, incluidos los más cotidianos. Todos los temas que trató, desde los más habituales como las relaciones de pareja, la publicidad, las máquinas y los objetos de uso diario, hasta los más profundos como Dios, la vida y su trascendencia, el misterio de la mujer… todos, estaban tamizados por el filtro de la literatura.



Desde muy temprano Juan José Arreola abrazó la literatura, la asumió como la sustancia de su vida, de niño recitó a los poetas románticos y modernistas, al padre Alfredo R. Plasencia, los aprendió de memoria incluso antes de saber leer, pues en su familia la poesía era una realidad de lo más cotidiano. Conocido es también el papel que jugó la biblioteca que Guillermo Jiménez fue construyendo desde la distancia junto con don Alfredo Velasco, en donde Arreola conoció muchos autores clásicos y las figuras de su tiempo como Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Giovanni Papini, Marcel Proust, entre otros tantos que formaron su canon.  Su vida fuera de Zapotlán también se caracterizó por sus tonos literarios, su viaje a París, su amistad con los grandes autores de su época, Juan Rulfo, Antonio Alatorre, José Luis Martínez, y su papel de iniciador de las nuevas generaciones como José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, José Agustín, entre otros, tanto por sus talleres literarios como por sus ediciones. Hasta el fut-bol lo tiñó de literatura.

De tan literaria que fue la vida del maestro Arreola terminó convirtiéndose en ágrafo: dejó de escribir. En una página memorable hizo lo que él llamó una “confesión melancólica”: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka.” El papel de la literatura en la vida Arreola es abrumador, algunos lo sintieron agobiante, incluso veían en eso cierta petulancia, hablar de libros en todo momento y bajo cualquier pretexto;  sin embargo por otra parte, su obra, la totalidad de su obra, cabe un volumen del Fondo de Cultura Económica. ¿Cómo entender esta paradoja? Es una de las tareas que nos ha legado el maestro de Zapotlán.

En el año 2002 el escritor catalán Enrique Vila-Matas escribió El mal de Montano, un libro que recibió media docena de premios internacionales. En él se habla de una actitud, él dice que se trata de un padecimiento, que consiste en una obsesión desmedida por la literatura que lleva a su personaje a la imposibilidad de escribir, y cuando lo hace no logramos discernir entre realidad y ficción pues el autor mismo ha decidido que ambos mundos confluyan en una misma realidad: su vida-obra. Se trata de la literatura como un “refugio ante la aspereza de la vida”, pero también una forma de enfrentar la deshumanización del mercado y los estudios literarios.

Me ha rondado la rara idea de que Arreola padeció el mal de Montano, como el personaje de la novela, pero también como su autor, Enrique Vila-Matas, que este año recibirá el Premio FIL, el mismo que Arreola recibió en su segunda edición, en 1992, cuando el premio todavía se llamaba Juan Rulfo.


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